EL MITO MILENARISTA EN LA EUROPA MEDIEVAL
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EL MITO MILENARISTA EN LA EUROPA MEDIEVAL
Los mitos milenaristas integraban varias ideas antiguas: una,
la del eterno retorno y renovación cíclica de la realidad histórica, a
través de sucesivos mundos. Otra, la creencia en una supuesta edad de oro
primitiva, a partir de la cual el mundo se degradaría, a través del tiempo.
Sobre ellas actúa la fe apocalíptica que espera el retorno del Mesías y el
comienzo de un nuevo cielo y una nueva tierra perfectos, tras una efímera
instauración del mal.
Los fenómenos de psicología colectiva en Historia presentan
complejas interpretaciones. El milenarismo es una manifestación de la
escatología cristiana que presuponía el final inminente de los tiempos.
Cristo, a su Segunda Venida, establecería un reino terrenal perfecto y
reinaría durante mil años antes del Juicio Final. El término milenarismo se
ha adoptado, en un sentido más amplio, para designar a todos los tipos
particulares de sectas salvacionistas, ligado al concepto de mesianismo. En la
Edad Media el temor al fin de los tiempos debió estar presente en la conciencia
de las gentes, muy apegadas e una mentalidad mítica y simbólica.
Tanto la idea del fin del mundo como la periodicidad
milenaria se reflejan en la religión o filosofía de los pueblos, como un
elemento fundamental: así, en el mazdeísmo iranio, en la mitología
germánica, en varias comunidades islámicas, incluso se puede escarbar en la
filosofía de Heráclito, en los postulados estoicos y en el pensamiento de
Cicerón. Según el milenarismo cristiano, que continúa una antigua tradición
judaica, Cristo debe gobernar el mundo durante un período de mil años (millenium).
Esto no queda recogido por la literatura evangélica ni apostólica, pero sí
por el Apocalipsis de San Juan: el reino mesiánico debía durar mil
años; después, tras la destrucción y el juicio a los muertos, los elegidos
alcanzarán un reino de gloria.
El helenismo cristiano rechaza esa alarma dramática del
milenio apocalíptico judío. Las profecías judías se inspiraron en la visión
del Libro de Daniel y labraron la fantasía de un salvador escatológico, el
mesías. La apocalíptica cristiana tomó las profecías de los oráculos
sibilinos y la tradición juanina: un guerrero salvador aparece en los últimos
días para combatir con el Anticristo, convertido en el Apocalipsis en el
mismo Satanás. Estas profecías influyeron en las actitudes políticas, pues en
todo nuevo monarca sus súbditos vieron al último emperador que debía gobernar
durante la Edad de Oro. San Jerónimo, en el siglo IV, ya trató de atenuar las
convicciones apocalípticas; San Agustín, poco después, enunció en su De
civitate Dei la interpretación alegórica del milenio. La corriente
milenarista desapareció de la enseñanza oficial de la Iglesia occidental,
aunque sus textos siguieron vigentes alimentando el pensamiento cristiano. El
humanismo evangélico trató de buscar la paz; en cambio, el judaísmo
apocalíptico mantenía la alarma.
Una creencia de gran difusión era la división de la
cronología universal en seis edades, a semejanza de los seis días que Dios
empleó en la creación del mundo, cuya duración era de 6.000 años. Juan de
Biclaro en su Cronicon (591) y San Isidoro de Sevilla en sus Etimologías
(626) ya pretendieron calcular la edad del mundo, que rondaba entonces los 6.000
años desde la creación de Adán; Julián de Toledo, en el año 686, y el autor
de la Crónica mozárabe, a mediados del siglo VIII, coincidían en
señalar el año 800 como el fin de los tiempos. Mayor influencia adquirió el Comentario
al Apocalipsis de Beato de Liébana del año 776, en el que ilustró el
majestuoso horror de la catástrofe, con retazos de influencia mozárabe y
oriental. Beato, condenado por el metropolitano toledano Elipando, calculó
también el final del sexto milenio hacia el año 800, curiosamente fecha en que
Carlomagno fue coronado en Roma.
El siglo X europeo ha sido catalogado tradicionalmente como
un período histórico oscuro y su culminación se ha planteado como una época
de temores particularmente impactantes, que no responden tanto a una presencia
de carácter apocalíptico, sino más bien a un conjunto de amenazas y
condiciones específicas de la vida cotidiana. Los "terrores del año
mil" son una etiquetación posterior, introducida en el plano de lo
excepcional y de lo intelectual.
La crítica de las fuentes muestra que fueron acontecimientos
locales que llegaron a generalizarse y a encontrar eco en la propia Iglesia. El
"mal de los ardientes" fue un fenómeno epidémico ocurrido al norte
de Italia en el año 997, caracterizado por la quemazón de los miembros del
cuerpo. Se produjeron grandes hambrunas por una serie de malas cosechas
recurrentes. Los fenómenos de confrontación bélica en realidades feudales de
Francia y el norte de Italia siguieron siendo habituales durante muchas
generaciones. Las invasiones normandas se exageraron como un síndrome de
amenazas permanentes; los grandes monstruos marinos o dragones no eran otra cosa
que las innovadoras técnicas normandas de navegación. Por último, los
acontecimientos naturales interpretados como signos apocalípticos fueron
eclipses de luna, lluvias de estrellas o cometas: uno de estos prodigios fue un
espantoso meteoro que permaneció visible en el cielo del año mil cerca de tres
meses.
Estos fenómenos o testimonios tuvieron mayor relieve por
difundirse en ceremonias habituales -liturgias, sermones, predicaciones- ante la
población. Desde los medios clericales se promovió una visión apocalíptica y
catastrófica. Se difundió la conciencia de que los desastres se debían a los
pecados de los hombres. Para atajarlo, había un tipo de iniciativas religiosas:
ayunos, oraciones, movimientos de tregua y paz, peregrinaciones hacia los Santos
Lugares. La comunidad se enfrentaba a la catástrofe mediante la penitencia que,
aplicada por la Iglesia, determina los pecados. Como denunció el obispo Arnolfo
de Orleans, el estado de la Iglesia a fines del siglo X era deplorable,
carcomida por la simonía -compraventa de cargos eclesiásticos- y el
nicolaísmo -depravación moral y clerical en la conducta sexual-; esta
situación mejoró con planteamientos regeneracionistas desde el seno del
Papado, especialmente a raíz de la reforma gregoriana.
Desde mediados del siglo X se recogen hechos puntuales: en el
año 954, por encargo de la reina Gerberga, el abad Adso de Montier-en-Der
redactó su Libellus de Antechristo, un tratado para combatir la creencia
en la aparición del Anticristo. En el año 960 el eremita Bernardo de Turingia
anunció visionariamente, por revelación, el fin de los tiempos ante una junta
de barones. Mayor relevancia tuvo la predicación en el año 998 de Abbon de
Fleury, quien, recuperando un rumor anterior en la región de Lorena, auguró el
final de los tiempos cuando las festividades de la Anunciación y del Viernes
Santo coincidieran; este hecho había ocurrido durante el siglo I y se repitió
el 27 de marzo del año 992, unos años antes de comenzar los rumores.
La aparición del diablo difundida poco después del año mil
por Raúl Glaber, un monje borgoñés, es uno de los testimonios que muestran la
afinidad del maniqueísmo mal definido de los clérigos. El demonio acechaba en
las fuentes y en los árboles, eco terrorífico de las creencias célticas
relativas a los monumentos megalíticos, contra los que se pronunciaron
numerosos concilios y edictos en la alta Edad Media. Glaber escribió en 1033,
cuando las hambres -de por sí endémicas- se hicieron más acuciantes, que
"el orden de las estaciones y las leyes de los elementos, que hasta
entonces habían gobernado el mundo, habían caído en el caos eterno y se
temía el fin del género humano". En el año 1033 se cumplía,
precisamente, el milenario de la Pasión de Cristo.
No hay, pues, rastro apocalíptico ni milenarista en los
escritos oficiales; las bulas pontificias, los anales y las biografías guardan
también silencio. Las crónicas no recogen la figura de Almanzor como el
Anticristo, pese a los saqueos y destrucciones que provocó en los años finales
del siglo X por las ciudades del norte peninsular. Incluso, hay optimismo por la
Renovatio imperii de los Otones sajones en el año 990, recogiendo el
testigo de los francos. En definitiva, los terrores del año mil fueron una
serie de hambres, epidemias, crímenes, herejías y signos celestes que se
manifestaron de forma local, dentro de una mentalidad mítica y simbólica que
trataba de alcanzar un significado esotérico a los sucesos extraños y
catastróficos. Aunque no hubo la creencia generalizada del mundus senescit,
la progresiva caída de la civilización y la convicción religiosa, sí es
cierto que existió un miedo anterior al año mil y recuperó su vigor en el
siglo XI.
El análisis cronológico también detecta otras
imprecisiones que desarman cualquier intento de subrayar la existencia de los
terrores milenaristas. Se cometía el error de considerar al año mil como el
primero del siglo XI, cuando en realidad era el último del siglo X y no se
habían consumado los mil años del nacimiento de Cristo. Los distintos
cómputos que se realizaban en las distintas regiones de Europa para medir el
tiempo no permitieron unificar la fecha señalada del año mil. En la Edad Media
el año solía comenzar con la Anunciación, la Natividad, la Pasión o la
Resurrección de Jesús; la Pascua era más importante que la Navidad, ya que en
torno a ella se organizaba el ciclo litúrgico. Otros métodos de
contabilización del tiempo fueron las indicciones romanas, los años de un
reinado o la era hispánica, que establecía el inicio de la datación treinta y
ocho años antes del nacimiento de Cristo. Además, la mayoría de la gente
-apegada a los ritmos naturales del sol, las estaciones y los ciclos agrícolas-
desconocía el año corriente de la era cristiana.
La historiografía decimonónica afín al romanticismo
difundió, durante la primera mitad del siglo XIX, una visión distorsionada
sobre la llegada del año mil. La documentación no ofrece noticias de
conmociones milenaristas de ámbito general ni local, pero algunos historiadores
avivaron la imaginación del mito con descripciones de la entonación del Miserere
en la noche de San Silvestre del año 999. Este romanticismo retrató a los
habitantes de la Europa del año mil entregados a la penitencia, al placer
desesperado o al abandono melancólico. Pero ni los cristianos se dieron a la
vida de continencia para alcanzar el perdón de los pecados, ni el rico entregó
sus caudales al mendigo, ni bandadas de penitentes azotaban sus cuerpos con el
cilicio, ni el siervo abandonó el trabajo que el señor le imponía, ni sonaron
siniestras las doce campanadas del reloj de la iglesia de San Pedro, entre otras
cosas porque entonces ni tenía reloj ni las campanas marcaban más horas que no
fueran las canónicas.
Pasado el año mil, Europa se cubrió de construcciones
religiosas. El siglo XI asiste al nacimiento del arte románico, al auge de las
peregrinaciones a Tierra Santa y a la evangelización de los eslavos y
escandinavos, dentro de unas estructuras socioeconómicas arraigadas en el
feudalismo e impulsadas por el fenómeno roturador de nuevas tierras. La idea
del Apocalipsis estaba bien visible en los fieles cristianos, con las
representaciones del Juicio Final en los tímpanos de las iglesias desde el
siglo XI al XIII. El recurso al Apocalipsis aparecía ante cataclismos
políticos, militares o morales.
Los textos iban destinados a los que sabían leer y las
imágenes y su trasposición en la piedra escultural, a los que no sabían leer:
la enseñanza de la fe era propagada por los ojos. Relacionada con la idea
apocalíptica, se desarrolló la estética del feismo, que se basaba en
el bestiario de los animales para representar el mundo demoníaco, si bien en
los siglos XI y XII la figura humana fue predominante. Se acudía a lo grotesco,
a lo feo y a lo monstruoso con objeto de que los fieles identificaran la
estupidez en el pecado y el horror a la condenación en el Juicio Final. En
muchos comentarios del Apocalipsis se presenta a la Avaritia y a
la Luxuria como los estigmas de los siervos del Anticristo. El pecado es
repelente y se representa alegóricamente; por ejemplo, la lujuria es una mujer
a la que unos sapos roen sus vergüenzas. Estas representaciones abundaron en
las iglesias rurales del románico francés, como en Saint-Benoît-sur-Loire y
Saint-Savin-sur-Gartempe; en la península Ibérica destaca, entre otros, el
bello pórtico de Santa María de Sangüesa, situada en la ruta jacobea.
El ideal de la vida apostólica fue una respuesta contraria a
la ostentación y las ambiciones políticas de la alta clerecía y a los
concubinatos y la relajación moral del bajo clero. Los predicadores ambulantes
aparecieron como guías espirituales e incluso como profetas inspirados en Dios.
Este mesianismo surgía especialmente en épocas calamitosas de plagas y
hambres. Entre estos primeros mesías sobresalieron Aldeberto en el siglo VII,
Eón de Bretaña en el X y Tanchelmo de Amberes en el XII. Paralelamente
evolucionó la creencia de salvadores contra las huestes del Anticristo, sobre
todo identificado con los infieles musulmanes -a través de la lucha de las
cruzadas- y los judíos, aunque también era extendida la creencia de que el
Anticristo sería un clérigo o un emperador. Las primeras cruzadas en Tierra
Santa, en 1096 y 1146, se tiñeron de un transfondo milenarista con la
participación de los pobres y de los niños; los movimientos mesiánicos de las
masas eran más hostiles hacia los ricos y los privilegiados.
Uno de los movimientos de mayor repercusión milenarista fue
la profecía de Joaquín de Fiore (1149-1202), abad y ermitaño calabrés que en
su exégesis de las escrituras, interpretó la historia como un ascenso en tres
edades sucesivas, presididas por cada una de las personas de la Santísima
Trinidad. Esta visión de la historia se inspira en la idea agustiniana de la
realización del reino de Dios. Joaquín de Fiore calculó que cada edad
comprendía 42 generaciones humanas, con 30 años cada una; así, previó el fin
de aquel período para 1260. La rama espiritualista de la orden franciscana
adoptó esta doctrina, editando y comentando la profecía joaquinista a mediados
de siglo. Por aquella época la figura del emperador Federico II, promotor de
una de las últimas cruzadas y excomulgado reiteradamente por el papado romano,
se presentó tanto con el cariz de salvador como de Anticristo. Su muerte en
1250 precipitó el oscurecimiento político del Imperio, pero no apagó los ecos
de la creencia en su posible resurrección o en la llegada del caos
apocalíptico: las hambres, las plagas y las guerras entre güelfos y gibelinos
asolaron Centroeuropa.
Durante la Edad Media fue común la interpretación de las
catástrofes como castigos divinos. Los movimientos flagelantes nacieron con la
idea de aplacar la ira de Dios y alcanzar el perdón de los pecados. Cuando a
mediados del siglo XIV las pestes asolaron Europa, mermándola en casi un tercio
de su población, las ciudades consideraron un privilegio contar con procesiones
de redentores autoinmoladores. En 1396 el dominico San Vicente Ferrer tuvo una
visión de la cercanía de los últimos días y, ante la llegada inminente del
reinado del Anticristo, dirigió procesiones flagelantes por España, el sur de
Francia e Italia.
En distintos momentos de descontento social surgieron más
movimientos de corte milenarista, en busca de una sociedad sin distinciones de
riqueza y status, como una edad de oro perdida en el pasado. Las
predicaciones de Juan Hus, quien denunció la mundanidad corrupta de la Iglesia
en vísperas del Gran Cisma de la Iglesia latina, motivaron la interpretación
apocalíptica de los taborita -el monte Tabor fue en el que Cristo había
profetizado su Segunda Venida- en Bohemia. En el ámbito alemán, en vísperas
de la gran reforma luterana, también surgieron sectas clandestinas que
preconizaban la igualdad del estado natural, como el anabaptismo. Estas
herejías de la baja Edad Media fueron perseguidas por las autoridades
eclesiásticas, como había sucedido en el siglo XII con el movimiento cátaro y
en el XIII con el Libre Espíritu, cuyas doctrinas también abogaban por el
purismo evangélico y contenían un vago sentimiento milenarista.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIALIZADA- Eloy BENITO RUANO, "El mito histórico del año mil", Estudios Humanísticos, Colegio Universitario de León, 1 (1979), pp. 11-31.
- Norman COHN, En pos del milenio. Revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media, Madrid, Alianza, 1981 (1ª ed. The Pursuit of the Millenium-Revolutionary Millenarians and Mystical Anarchistes of the Middle Ages, London, 1957).
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- Aron GURIEVITCH, Las categorías de la cultura medieval, Madrid, Taurus, 1990 (ed. francesa, Les catégories de la culture médiévale, Moscou, 1972).
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- La Fin des Temps. Terreurs et prophéties au Moyen Âge, Paris, 1982.
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