sábado, 29 de octubre de 2016

Caravaggio, lo nunca visto


Caravaggio, lo nunca visto

Hasta una docena de lienzos de primer nivel de Caravaggio ha conseguido reunir el Museo Thyssen. En torno a ellos, la pinacoteca madrileña dibuja la estela que el pintor italiano dejó en otros artistas del Norte de Europa
«Los músicos» (1595-1596) es una de las quince obras de Caravaggio presentes en esta exposición
«Los músicos» (1595-1596) es una de las quince obras de Caravaggio presentes en esta exposición
La capacidad artística no depende de las cualidades morales. Se puede ser un malvado y, a la vez, un genio. Caravaggio es el ejemplo clásico. Su carácter tempestuoso e indómito le sirvió para entender y representar las pasiones humanas, pero también para arruinarle la vida. Muerto con 39 años, en 1610, no se sabe si víctima de fiebres palúdicas o asesinado por unos sicarios a sueldo de la familia de Ranuccio Tomassoni (el individuo al que mató de una cuchillada cuatro años antes), pintó un centenar de cuadros, la mayoría deslumbrantes y espectaculares. Ninguna institución ni coleccionista contemporáneo ha logrado hacerse con más de tres. En Roma, donde se exhiben veintitantos, hay que recorrer varias iglesias, museos y palacios para contemplarlos todos. Reunir una docena como ha hecho el Museo Thyssen es casi un milagro.
Aún más ruido que su biografía produjo, si cabe, su pintura. La fuerza y dramatismo que hay en ella era algo nunca visto. Por fin un artista ofrecía las cosas como son, sin idealizarlas ni embellecerlas, sin someterlas a las exigencias estéticas de un canon previo. Aunque los críticos explicaron su impacto acusándole de usar teatralmente los recursos del arte, Caravaggio fue un artista auténtico, que se alzó contra la pintura de la época, una pintura anémica que había caído en lo manido y declamatorio. El claroscuro, su seña de identidad, no es, como repiten los libros de texto, un hallazgo plástico o técnico, sino un modo de entender la vida. Igual puede decirse de sus santos zarrapastrosos y sus vírgenes escotadas. Un repaso a los Evangelios bastaría para advertir que ese realismo callejero –alguien lo ha comparado con un guiso demasiado sazonado– está más cerca de la verdad bíblica que de la blasfemia. Consciente de que el auténtico protagonista de la historia no es el poderoso de quien depende el destino de los pueblos, sino el hombre común que se juega con sus actos la salvación de su alma inmortal, proporcionó a su época las imágenes que necesitaba para meditar sobre el drama de la existencia. Su reivindicación del mundo aparente, ese frenesí sensorial que en el orbe católico remite tanto al misterio de la encarnación como al temor a las postrimerías, el gusano y la calavera, lo convirtió en maestro de pintores, una extensa red de influencias que, como probó su descubridor moderno, Roberto Longhi, abarcó pronto toda Europa.

Pintar del vivo

En Roma, por las fechas en que murió Caravaggio, vivía una nutrida población de artistas itinerantes, jóvenes extranjeros que había acudido a la capital de la Iglesia para formarse en la contemplación de las maravillas de la Antigüedad o en busca de oportunidades.
Ellos fueron los primeros en apreciar el estilo del maestro lombardo, su afición a pintar del vivo y buscar inspiración en la Naturaleza, algo que los colegas de formación clásica juzgaban erróneo e inadecuado. No eran discípulos en sentido estricto, tampoco imitadores; sencillamente se sintieron conmocionados por su obra y ello se reflejó en sus pinturas. Reconstruir cuatro siglos después aquella atmósfera no es del todo imposible. Un texto, el «Discurso sobre la pintura», del marqués Vincenzo Giustiniani, coleccionista de Caravaggio (logró reunir en su palacio quince lienzos suyos) permite hacerse una idea de quiénes formaban parte de ella y cuál era la naturaleza de sus relaciones. De este hilo precisamente ha tirado con fuerza el comisario de la exposición recién inaugurada en el Museo Thyssen, Gert Jan van der Sman, para organizar la interesante muestra «Caravaggio y los pintores del Norte».
El claroscuro, su seña de identidad, no es un hallazgo técnico, sino un modo de entender la vida
Además de Rubens, aquí representado con dos dibujos y dos óleos, Giustiniani cita entre los pintores que rompieron con las rígidas formulas manieristas siguiendo la línea de Caravaggio a tres holandeses llegados a Roma desde Utrecht en torno a 1615 (Hunthorst, Brugghen y Baburen), y a varios artistas procedentes de otros puntos de Europa, entre ellos Ribera, el pintor de Játiva. Su serie de cinco lienzos «Los sentidos» es seguramente fruto de la labor de aquellos años, aunque por razones obvias sus obras no tienen cabida en la muestra del Thyssen. Ribera dejó Roma por Nápoles huyendo de sus acreedores, y allí no sólo halló la huella de Caravaggio, quien también se refugió en Nápoles tras su crimen, sino con otros artistas flamencos de su onda: Finson, Vinck y Stom. Este último fue un experto en escenas nocturnas en las que la única fuente de iluminación son las velas, algo que aprendió de Hunthorst y Brugghen, y que hizo famoso a Georges de La Tour, cuya relación con Caravaggio es indisputable aunque no esté documentada. La conjetura, defendida en la época, de que estos artistas se aficionaron a los cuadros nocturnos porque trabajan al llegar a casa después de cerrar los garitos donde se divertían es, por supuesto, absurda. El espectador que acuda a la muestra encontrará de todos, salvo de Ribera y La Tour, alguna pieza relevante. También de varios maestros franceses en la órbita de Caravaggio (Vouet, Vignon, Valentin de Boulogne, Tournier), ninguno de los cuales alcanza, desde luego, su brillantez. El realismo, la vulgaridad de los modelos, el uso dramático de la luz, la forma directa de tratar los asuntos, emparenta a estos artistas, aunque ninguno posee el dominio del gesto que constituye la suprema grandeza del lombardo.
Caravaggio buscaba deliberadamente producir una reacción emotiva en el espectador. Sus personajes son gente común que no tienen nada de particular, pero sus gestos contienen siempre algo inesperado. Tomás mete el dedo hasta el fondo en el costado herido de Cristo; el niño Jesús pisotea con saña la cabeza de la serpiente; en Emaús los comensales que acaban de descubrir que Cristo ha resucitado retroceden atónitos sin dar crédito a sus ojos. Son historias evangélicas llenas de significación que en el pretérito habían conmovido a los creyentes, pero que a fuerza de repetirse se habían convertido en papel mojado. Sentirse interpelados por ellas era tan difícil como asustarse ante un bolso de cocodrilo. El mérito inmenso de Caravaggio, el tempestuoso, indómito Caravaggio, fue devolverles la vida.

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