Algunas
imágenes son tan familiares que nunca se miran bien, y aunque se
ofrezcan a la mirada del espectador abiertas a un escrutinio más
detenido, en el plano más profundo y lleno de sentido siguen siendo
libros completamente cerrados. Así ocurre con La Última Cena de
Leonardo... y aunque parezca mentira, con casi todas las demás obras
suyas que han llegado hasta nosotros.
Fue la obra
de Leonardo (1452-1519), ese genio atormentado del Renacimiento
italiano, la que nos puso en la senda que acabó por conducirnos a unos
descubrimientos tan estremecedores en cuanto a sus consecuencias, que al
principio nos parecía imposible que les hubiera pasado desapercibido a
generaciones enteras de estudiosos lo que finalmente resaltó ante
nuestra sorprendida mirada, e increíble que una información tan
explosiva hubiese permanecido tanto tiempo esperando pacientemente a ser
descubierta por unos autores como nosotros, ajenos a las escuelas
oficiales de la investigación histórica o religiosa.
Así que
vamos a reseguir la historia por sus pasos contados y regresamos a La
Última Cena para mirarla con otros ojos. No es el momento ahora para
situarnos en el contexto conocido de los postulados de la Historia del
arte. Queremos verla tal como la vería un recién llegado completamente
ignorante de esa imagen tan archiconocida. Que las escamas de los
conceptos previos caigan de nuestros ojos y la miremos de verdad, como
si fuese la primera vez en nuestra vida.
El
personaje central, por supuesto, es Jesús, a quien Leonardo menciona
bajo el nombre de «el Redentor» en sus notas de trabajo (pero el lector
queda advertido de que no debe dar nada por sabido, por más obvio que
parezca). Está en actitud contemplativa y mira hacia abajo y un poco
hacia su propia izquierda, las manos extendidas al frente sobre la mesa,
como si ofreciese algo al espectador. Como ésta es la Última Cena en
que, según nos enseña el Nuevo Testamento, Jesús instituyó el sacramento
del pan y del vino, de los cuales invita a sus seguidores que coman y
beban diciendo que son su carne y su sangre. sería razonable buscar
algún cáliz o copa de vino delante de él, abarcado por el ademán de
ofrecimiento.
Al fin y al
cabo, para los cristianos esta cena antecede inmediatamente a la pasión
de Jesús en el huerto de Getsemaní, donde reza con fervor rogando «que
pase de mí este cáliz» (otra alusión al paralelismo vino-sangre), y
también a su crucifixión, en la que murió derramando su sangre por la
redención de toda la humanidad. Pero no hay vino delante de Jesús, y
apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa. ¿Acaso tienen razón
los artistas que dicen ser un gesto vacío el de esas manos abiertas?
Visto que
apenas hay vino, quizá no sea casualidad que tampoco se hayan partido
muchos de los panes que vemos sobre la mesa. Y puesto que el mismo Jesús
identificó el pan con su propio cuerpo que sería partido en el supremo
sacrificio, ¿se nos está comunicando algún mensaje sutil en cuanto a la
verdadera naturaleza de los padecimientos de Jesús?
Hasta aquí
la punta del iceberg de la heterodoxia representada en este cuadro. En
el relato bíblico el joven Juan, al que llaman «el amado del Señor», se
halla tan cerca de Jesús físicamente que incluso apoya la cabeza sobre
el pecho del Maestro. Pero en la representación de Leonardo no hay tal,
la figura no se reclina según indica el «apunte» bíblico, sino que se
aparta del Redentor hacia la derecha de éste con exageración, o casi
diríamos con coquetería; pero aún no hemos terminado con este personaje.
A quien contemplase por primera vez este cuadro podría disculpársele
alguna incertidumbre peculiar en relación con el supuesto Juan.
Pues si
bien es cierto que cuando el artista quería representar la suprema
belleza masculina con arreglo a sus propias predilecciones solía elegir
un canon algo afeminado, sin duda lo que estamos mirando aquí es una
mujer. Toda la figura es sorprendentemente femenina; por más que la
pintura sea antigua y esté deteriorada, ahí están todavía las manos
pequeñas y bien formadas, los rasgos del semblante finos y armoniosos,
el pecho femenino sin discusión y el collar de oro. La mujer, pues
estamos seguros de que lo es, viste además ropas que la señalan como
alguien especial. Son el reflejo invertido de la indumentaria del
Redentor, ya que vemos una túnica azul con manto rojo a un lado, y una
túnica roja con manto azul al otro, siempre dentro del mismo corte y
estilo. Ningún otro comensal lleva unas prendas tan similares a las de
Jesús, pero también es cierto que no hay ninguna otra mujer.
Si nos
fijamos en la composición general, lo más destacado es la configuración
que describen Jesús y la mujer: una gran «M» muy abierta, casi como si
estando literalmente unidos por la cadera hubiesen sufrido una
separación, o se hubiesen
apartado de
manera voluntaria. Que sepamos, ningún estudioso ha dicho nunca que ése
fuese un personaje femenino, ni mencionan la «M» de la composición. Tal
como hemos averiguado en nuestros estudios sobre él, Leonardo fue un
excelente
psicólogo y
le divertía presentar imágenes altamente heterodoxas a los patronos que
le encargaban una pintura religiosa convencional. Sabía que les podía
enseñar la más escandalosa de las herejías y la contemplarían sin que
nada conturbase su ánimo; por lo general los espectadores sólo vemos lo
que teníamos previsto ver.
Si le
encargan a uno que pinte una escena convencional de los Evangelios y lo
que uno ofrece guarda un parecido superficial con esa escena, nadie se
fijará en el dudoso simbolismo. Sin embargo Leonardo debió de tener la
esperanza de que otros, tal vez los que participaban de su inhabitual
interpretación del mensaje neotestamentario, o algún día en algún lugar,
unos observadores imparciales pararían mientes en la imagen de la
misteriosa mujer señalada por la «M» y se harían las preguntas obvias.
¿Quién era la tal «M», y por qué era tan importante? ¿Por qué
arriesgaría Leonardo su reputación, e incluso la vida en aquellos
tiempos de activo funcionamiento de los quemaderos, al incluir dicho
personaje en una escena tan fundamental para los cristianos?
Quienquiera
que fuese, su destino se intuye bastante menos que seguro, porque el
canto de una mano amenaza ese cuello graciosamente inclinado. También el
Redentor se ve amenazado por un índice rígido que apunta hacia arriba,
prácticamente delante de su cara. Pero tanto Jesús como «M» aparecen
desentendidos de esos ademanes hostiles, visiblemente sumergidos en los
mundos de sus propios pensamientos, tranquilos y sosegados cada uno a su
manera. Todo indica que se está utilizando un simbolismo secreto, no
sólo para advertir de sus respectivos destinos a Jesús y a su compañera
femenina, sino también para participar (o recordar) al observador cierta
información que no puede publicarse de otro modo, porque sería
demasiado peligroso.
¿Utiliza
Leonardo esta pintura para transmitir alguna creencia secreta que sería
poco menos que demencial compartir con el público de cualquier manera
más explícita? ¿Es posible que dicha creencia lleve un mensaje más allá
del círculo inmediato de sus seguidores, tal vez hasta nosotros mismos,
hoy día?
Sigamos
contemplando esta asombrosa obra. A la derecha según el observador vemos
un hombre corpulento y barbudo que se dobla casi en dos para hablar al
último discípulo de ese lado de la mesa. Está totalmente vuelto de
espaldas al Redentor. Comúnmente se admite que este personaje, Tadeo o
Judas, es un autorretrato de Leonardo.
Pero los
pintores del Renacimiento nunca pintaron nada por casualidad, ni sólo
porque hiciera bonito, y del profesional que nos ocupa sabemos además
que era muy aficionado al double entendre visual. (Su preocupación por
elegir modelo adecuado para cada discípulo se detecta en la sarcástica
proposición de hacer posar al incordiante prior del convento de Santa
Maria para el retrato de Judas el traidor.) ¿Por qué se pintó Leonardo a
sí mismo dando la espalda a Jesús?
Pero aún
hay más. Una mano anómala apunta con una daga al estómago del discípulo
situado detrás del personaje más próximo a «M». Por mucho trabajo que
demos a la imaginación es imposible que esa mano pertenezca a ninguno de
los comensales, ya que ni forzando la postura ninguno de los
circunstantes puede esgrimir la daga en ese lugar.
Pero lo más
asombroso de esa mano desencarnada es no tanto su presencia, como el
hecho de que en todas nuestras lecturas acerca de Leonardo apenas la
hallamos aludida un par de veces, y aun con una curiosa reticencia a
admitir que haya nada extraño. Tal como sucede con el san Juan que en
realidad es una mujer, nada nos parece más obvio ni más extravagante una
vez nos lo indican, pero por lo general estos detalles desaparecen por
completo de la vista y la mente del observador, sencillamente porque son
demasiado extraordinarios y chocantes.
Se nos ha
dicho a menudo que Leonardo era un buen cristiano cuyos cuadros
religiosos reflejaban la profundidad de su fe. Como vamos conociendo, al
menos uno de ellos incluye una imaginería sumamente dudosa desde el
punto de vista de la ortodoxia cristiana. Y nuestras investigaciones
ulteriores, como veremos, revelan que nada tan lejos de la verdad como
la idea de que Leonardo fuese un verdadero creyente... si por tal
entendemos que creyera en ninguna forma aceptada o aceptable del
cristianismo.
Ya los
rasgos curiosos y anómalos que hemos hallado en una sola de sus obras
parecen querer decirnos que hay una segunda lectura en esa escena
bíblica tan conocida, otro mundo de creencias más allá del aspecto
aceptado de esa imagen congelada en un muro del siglo XV, cerca de
Milán.
Cualquiera
que sea el significado de esas inclusiones heterodoxas, indudablemente
son incompatibles con la doctrina oficial y éste es un punto que
conviene resaltar. Aunque en sí no parecerá nada nuevo a los
materialistas racionalistas actuales, que consideran a Leonardo como el
primero que tuvo verdadera mentalidad científica, como un hombre que no
prestaba atención a las supersticiones ni a la religión bajo ninguna de
sus formas, y como la propia antítesis de todo misticismo u ocultismo.
Pero tampoco éstos ven mas allá de sus narices.
Porque
pintar la Última Cena sin una cantidad significativa de vino es como
pintar el momento culminante de una coronación y omitir la corona; al
dejarse este detalle esencial, o ha fracasado por completo el artista o
da a entender que pinta otra cosa muy distinta de lo que parece.
A tal
extremo que nos lo señala como un hereje, nada menos: como alguien que
sí tenía creencias religiosas, pero éstas se hallaban en contradicción y
quién sabe si en guerra con las de la ortodoxia cristiana. Y también
otras obras de Leonardo, como fuimos descubriendo, subrayan sus
peculiares obsesiones heréticas con ayuda de una imaginería coherente y
meticulosamente aplicada, lo cual seguramente no habría sucedido si el
artista fuese un incrédulo atento sólo a ganarse la vida. Esas
inclusiones y esos símbolos que nadie le había encargado eran mucho,
mucho más que la reacción humorística del escéptico frente a semejante
encargo. No era lo mismo que, digamos, pintar un san Pedro con nariz de
payaso. Lo que estamos viendo en la Última Cena y las demás obras es el
código secreto de Leonardo da Vinci, y creemos que tiene una
sorprendente actualidad en relación con el mundo de hoy.
Se podrá
argumentar que, creyera lo que creyera Leonardo, no sería más que el
capricho de un solo hombre, y lo que es más, de un hombre notoriamente
raro, que fue en vida un amasijo de contradicciones. Tal vez era, como
se ha dicho, un solitario, pero sabía organizar y animar las fiestas
como nadie; despreciaba las supersticiones, pero se han encontrado en
sus cuentas anotaciones de honorarios pagados a astrólogos; era
vegetariano y muy cariñoso con los animales, pero su ternura raras veces
se extendió a la raza humana cuando practicaba disecciones de cadáveres
obsesionado por estudiar la anatomía, y asistía a las ejecuciones
públicas para observar la agonía de los condenados; era un pensador
profundo pero se
complacía inventando acertijos, adivinanzas pueriles y bromas pesadas.
Ante una
personalidad tan complicada, es fácil pensar que sus opiniones
particulares en materia de religión y filosofía quizá fueron algo o muy
excéntricas. Por este motivo nos hallaríamos tentados a desdeñar sus
posibles ideas heréticas como cosa desprovista de importancia para
nosotros. Y si bien se admite generalmente que Leonardo fue hombre de
inmenso talento, la vanidad de nuestro siglo «moderno» tal vez resta
importancia a sus conocimientos. Al fin y al cabo, cuando él nació
apenas acababa de inventarse la imprenta. Un inventor solitario de una
época tan atrasada, ¿puede tener algo que ofrecer a un mundo que se
mantiene continuamente informado navegando por la Red, y que es capaz de
comunicarse por teléfono o fax, en cuestión de segundos, con gentes de
otros continentes que ni siquiera habían sido descubiertos en aquella
época?
A esto se
puede contestar de dos maneras. La primera, y usando una paradoja, que
Leonardo no fue un genio de los del montón. Muchos saben que dibujó
máquinas voladoras y primitivos tanques militares, pero algunos de sus
inventos fueron tan inconcebibles en la época que algunos estudiosos un
poco inclinados a lo fantástico han llegado a sugerir si tuvo visiones
del futuro. Su dibujo de una bicicleta, por ejemplo, no fue descubierto
sino hacia finales de los años sesenta.
Pero, a
diferencia de los ridículos armatostes que han ido marcando la evolución
real de la bicicleta desde la época victoriana, la bicicleta de
Leonardo tenía ya las dos ruedas de igual tamaño y mecanismo de
transmisión por cadena y piñón. Aunque hay una pregunta más intrigante
que el dibujo en sí, y es qué motivos podía tener él para inventar una
bicicleta. Porque la humanidad siempre ha tenido el afán de volar como
las aves, pero no deja de causar extrañeza el deseo de pedalear por los
caminos de entonces, bastante menos que perfectos, en precario
equilibrio sobre dos ruedas (y además no figura en ninguna leyenda
clásica, a diferencia del vuelo). Da Vinci predijo también el teléfono,
entre otras muchas pretensiones futuristas a la fama.
Admitiendo
que Leonardo fuese incluso más genial de lo que conceden los libros de
Historia, queda todavía la cuestión de si supo algo que pudiese ejercer
una influencia importante por significado o por difusión cinco siglos
después. Con más motivo podríamos preguntarnos qué relevancia tienen
para nuestro tiempo y lugar las enseñanzas de un rabí del siglo I, pero
prescindamos de eso, porque también es cierto que algunas ideas son
universales y eternas, y la verdad, si se logra descubrirla o definirla,
esencialmente nunca pierde vigencia por más siglos que transcurran.
Sin embargo
lo que nos interesó de Leonardo no fue su filosofía (declarada o
tácita) ni su arte. Sino la más paradójica de sus obras, la que gozando
de una fama extraordinaria se conoce menos: ésa fue la que nos lanzó a
una profunda investigación sobre Leonardo. Como hemos detallado en
nuestro libro anterior, fue el Maestro quien confeccionó el falso Santo
Sudario, del que durante mucho tiempo se creyó que había recibido
milagrosamente la impronta con la imagen de Jesús en el momento de su
muerte.
En 1988 la
prueba del carbono 14 demostró que la impostura debió de ser obra de un
puñado de creyentes fanáticos de finales de la Edad Media o principios
del Renacimiento; no obstante para nosotros la imagen seguía siendo muy
digna de atención, y aun es poco decir. Predominaba en nuestras mentes
el problema de la identidad del impostor, pues el creador de semejante
«reliquia» no podía por menos que ser un genio.
El Santo
Sudario, y esto lo reconocen cuantos han escrito acerca de él, tanto a
favor como en contra de su autenticidad, se comporta como una
fotografía. Es decir, que tiene un curioso aspecto de negativo
fotográfico, lo cual significa que no se ven a simple vista sino unas
manchas, y sólo al positivarlo invirtiendo los valores de claro y oscuro
se manifiesta la imagen que contiene. Como no se conoce ninguna obra de
pintor ni calco funerario que presente tal efecto, éste se interpreta
por parte de los partidarios de la autenticidad como la prueba de su
origen milagroso. En cambio nosotros hemos descubierto que la imagen de
la Sindone se comporta como una fotografía precisamente porque lo es.
Pues sí,
aunque parezca increíble de entrada, el Sudario de Turín es una
fotografía. Nosotros, con la ayuda de Keith Prince, hemos reconstruido
la técnica original que creemos se utilizó, y somos los primeros que
hemos logrado reproducir características del Sudario para las cuales
hasta ahora nadie había encontrado explicación. Y aunque los defensores
de la hipótesis milagrosa decían que no era factible, lo hicimos con
medios sumamente sencillos. Utilizamos una cámara oscura (en esencia, un
cajón con un agujero de muy pequeño diámetro), una tela impregnada con
una capa fotosensible en la que utilizamos productos que podían
conseguirse fácilmente en el siglo XV, y una larga y paciente
exposición.
Aunque eso
sí, el asunto de nuestro experimento fotográfico fue un busto femenino
de escayola, muy lejos de la categoría del modelo original. Pues, aunque
la cara que aparece en la Sindone no sea, como muchos han afirmado, la
de Jesús, evidentemente es el semblante del mismo impostor. En resumen,
el sudario de Turín es, entre otras muchas cosas, una fotografía de
quinientos años de antigüedad y el retratado no es otro sino Leonardo da
Vinci.
Ahora bien,
y pese a algunas afirmaciones más bien curiosas en contrario, eso no
pudo ser obra de un devoto creyente cristiano. El Sudario de Turín, una
vez positivado, muestra lo que parece ser el cuerpo martirizado y
ensangrentado de Jesús. Vamos a recordar aquí que ésa no es una sangre
vulgar, sino el propio vehículo de la redención humana. A nuestro modo
de ver, nadie que se atreviese a falsificar dicha sangre podría ser
considerado un creyente... como tampoco sería posible tener el mínimo
respeto por la persona de Jesús y suplantar la imagen de éste por la de
uno mismo. Leonardo hizo lo uno y lo otro con meticulosa habilidad y,
sospechamos, con cierto regocijo secreto.
Desde
luego, le constaba que la supuesta imagen de Jesús —pues nadie llegaría a
darse cuenta de que se trataba del propio artista florentino—, estaba
destinada a ser venerada por un gran número de peregrinos, incluso en
vida de él mismo. Por lo que sabemos, bien pudo quedarse a un lado, de
incógnito, contemplando el espectáculo: eso cuadraría muy bien con lo
que conocemos de su carácter.
Pero,
¿sería capaz de imaginar siquiera el número aproximado de peregrinos que
se persignarían delante de su imagen en el decurso de los siglos? ¿Que
algunas personas inteligentes se convertirían al cristianismo después de
haber visto ese rostro bello y atormentado? ¿Pudo prever que la idea
vigente en la cultura occidental en cuanto al aspecto físico de Jesús
iba a quedar en buena parte determinada por la imagen de la Sindone?
¿Que algún día millones de personas de todo el mundo reverenciarían la
imagen de un herético homosexual del siglo XV en lugar de su Dios amado,
y que literalmente Leonardo da Vinci iba a convertirse en la figuración
de Jesucristo?
Nos parece
que el Sudario no anda lejos de haber sido la superchería más ofensiva
de la Historia, así como la más creída. Pero, aunque haya engañado a
millones de personas, hay ahí algo más que un homenaje al arte de la
broma de mal gusto. Creemos que Leonardo aprovechó la oportunidad de
crear la reliquia cristiana más impresionante como vehículo para dos
cosas: una técnica innovadora, y la puesta en clave de una creencia
herética.
En aquella
época paranoica y supersticiosa habría sido demasiado peligroso el
publicar esa primitiva técnica fotográfica, y los acontecimientos no
tardarían en corroborarlo. Sin duda Leonardo se divirtió cuando tomaba
sus disposiciones para asegurarse de que su prototipo fuese conservado
amorosamente por el mismo clero al que detestaba. Naturalmente también
es posible que esa custodia eclesial se haya producido por simple
coincidencia, como un capricho más del destino en un caso ya de por sí
memorable. Pero nos parece que responde más bien a una pasión de control
total que era peculiar de Leonardo, y en este caso, como vemos, quiso
llevarla mucho más allá de la tumba.
Además de
ser un fraude y la obra de un genio, el Sudario de Turín presenta
ciertos símbolos que subrayan las obsesiones particulares del mismo
Leonardo y que también aparecen en otras obras, éstas más generalmente
aceptadas como suyas. Por ejemplo, en la base del cuello del personaje
que estuvo envuelto en el Sudario hay una clara línea de discontinuidad.
Cuando se convierte la imagen completa en un «mapa de contorno» usando
las técnicas computarizadas más modernas, vemos que la línea define la
base de la imagen de la cabeza por delante, a lo cual sigue una
indefinición, digamos, un espacio sin imagen, y luego ésta vuelve a
concretarse en la parte superior del tórax.
Nos parece
que ello obedece a dos causas. La primera es puramente práctica, porque
la imagen frontal es un montaje. El cuerpo es verdaderamente el de un
crucificado, y el rostro es el de Leonardo, así que esa línea de
discontinuidad indica, tal vez necesariamente, el «empalme» de las dos
imágenes. Pero en este caso el falsificador era un maestro del oficio y
le habría resultado fácil difuminar o repintar la reveladora línea de
separación. Pero ¿y si en realidad Leonardo no quiso quitarla? ¿Y si la
dejó deliberadamente, como referencia destinada a quienes tuviesen «ojos
para ver»?
Por otra
parte, ¿qué concebible herejía puede transmitir el Sudario de Turín, ni
aunque esté en clave? Sin duda hay un límite para los símbolos que sea
posible ocultar en la sencilla y cruda imagen de un crucificado
desnudo... y que además, ha sido analizada por muchos de los mejores
científicos utilizando el instrumental más perfeccionado. Aunque
volveremos sobre esta cuestión a su debido tiempo, adelantemos aquí que
es posible contestar a estas preguntas considerando desde una
perspectiva nueva dos aspectos principales de la imagen.
El primero
guarda relación con la abundancia de sangre que parece haber corrido por
los brazos de Jesús, detalle que contradice a primera vista la ausencia
simbólica del vino en la pintura de la Última Cena, pero que refuerza
de hecho ese punto concreto. El segundo se refiere a la línea de
delimitación tan obvia entre la cabeza y el cuerpo, como si hubiese
querido Leonardo aludir a una decapitación... Pero Jesús no fue
decapitado, que sepamos, y la imagen es un montaje. Se nos está diciendo
que consideremos las imágenes de dos personajes diferentes, pero que
estuvieron íntimamente relacionados de alguna manera. Si admitimos esto,
no obstante, ¿por qué se colocaría al decapitado «por encima» del
crucificado?
Como
veremos, esta pista de la cabeza cortada en el Sudario de Turín no viene
sino a reforzar los símbolos de otras muchas obras de Leonardo. Hemos
observado ya cómo el anómalo personaje femenino «M» de la Última Cena
parece amenazado por una mano que hace el gesto de cortar su esbelto
cuello, y cómo también el mismo Jesús es amenazado por un índice
levantado delante de su rostro en un ademán que parece de advertencia, o
quizás es un recordatorio, o ambas cosas a la vez. En la obra de
Leonardo, el índice levantado es siempre, en todos los casos, una
alusión directa a Juan el Bautista.
Este santo,
el supuesto precursor de Jesús, el que anunció al mundo «éste es el
Cordero de Dios», y dijo de sí mismo que no era digno siquiera de
desatarle las sandalias, fue de suprema importancia para Leonardo, si
juzgamos por su omnipresencia en la obra conservada. Obsesión en sí
misma bien curiosa, tratándose de un hombre que, según nos dicen los
racionalistas modernos, nunca tuvo en demasiada estima la religión. Si
los personajes y las tradiciones del cristianismo no significaban nada
para él, difícilmente habría dedicado tanta atención y trabajo a un
santo determinado, como lo hizo con el Bautista.
Una y otra
vez vemos en Juan la influencia dominante de la vida de Leonardo, tanto a
nivel consciente, en sus obras, como en el plano sincrónico de las
coincidencias que rodearon esa vida. Casi como si el Bautista le hubiera
seguido a todas partes. Por ejemplo, es el santo patrono de su estimada
ciudad de Florencia, y también le está consagrada la catedral de Turín
donde se expone la reliquia del Santo Sudario. Y la última pintura de
Leonardo, la que se encontró en su cámara mortuoria junto con la Mona
Lisa y nadie reclamó, representaba a Juan el Bautista, lo mismo que la
única escultura suya que ha llegado hasta nosotros (y que ejecutó a
medias con Giovan Francesco Rustici, un notorio ocultista).
Ese dedo
índice levantado —que vamos a llamar «el gesto de Juan»— aparece también
en un cuadro de Rafael, La Academia de Atenas (1509). Aquí es el
venerable personaje de Platón quien hace el ademán, pero teniendo en
cuenta las circunstancias la alusión no es tan misteriosa como cabría
suponer. En realidad el modelo que posó como Platón no fue otro sino el
mismo Leonardo y le vemos haciendo un gesto que además de ser en alguna
manera suyo característico, sin duda tenía un profundo significado para
él (y posiblemente también para Rafael y otros de su círculo).
Por si
alguien cree que estamos exagerando la importancia de lo que hemos
llamado «el gesto de Juan», veamos otros ejemplos en la obra de
Leonardo.
Aparece en
varias pinturas suyas y, como hemos dicho, siempre tiene el mismo
significado. En su Adoración de los Magos, empezada en 1481 pero nunca
terminada, el ademán lo exhibe un espectador anónimo que está detrás de
un promontorio sobre el cual crece un algarrobo. Cuando uno contempla el
cuadro difícilmente se fija en este personaje, ya que la atención se
dirige inevitablemente hacia lo que uno creería es el tema principal, es
decir, corno sugiere el título, la adoración de la Sagrada Familia por
parte de los «sabios de Oriente», o magos.
La Virgen,
bella y en actitud ensimismada, con el niño Jesús sobre la rodilla, no
ha recibido color y tiene un aspecto insípido. Los magos se arrodillan
para ofrecer los presentes que le llevan al niño, mientras se arremolina
al fondo una multitud que suponemos ha acudido también para rendir
homenaje a la madre y al niño. Pero, al igual que la Última Cena, esta
pintura sólo superficialmente es cristiana y vale la pena echarle una
ojeada más detenida.
Nadie dirá
que los adoradores del primer término sean ejemplos de salud y belleza.
Flacos, casi cadavéricos, las manos se alzan pero no en gesto de
reverencia sino casi como garras de pesadilla dirigidas hacia la pareja
central. Los magos traen sus regalos, pero sólo dos de los tres
legendarios. Vemos que ofrecen incienso y mirra, pero falta el oro. Para
un observador de la época de Leonardo el oro significaba, además de
fortuna inmediata, la realeza, y eso es lo que no se le ofrece a Jesús.
Cuando
miramos detrás de la Virgen y de los magos vemos un segundo grupo de
adoradores. Éstos parecen mucho más sanos y normales, pero si nos
fijamos bien observaremos que no miran a la Virgen ni al niño para nada.
Parece como si la veneración se dirigiese a las raíces del algarrobo,
detrás del cual hay un hombre haciendo «el gesto de Juan». Y el
algarrobo se halla tradicionalmente asociado a... Juan el Bautista.
En el
ángulo inferior derecho del cuadro hay un joven deliberadamente vuelto
de espaldas a la Sagrada Familia. Existe coincidencia en que se trata
del mismo Leonardo, pero la explicación que se propone comúnmente para
su actitud es algo floja: que el artista se juzgaba indigno de mirarla
de frente. Pues sabemos que Leonardo no simpatizaba con la Iglesia;
además su autorretrato como Tadeo o Judas en la Última Cena también se
aparta significativamente del Redentor, como viniendo a subrayar una
reacción emocional muy fuerte en cuanto a los personajes centrales del
relato cristiano. Y puesto que Leonardo nunca fue un paradigma de
devoción, ni de modestia, no es verosímil que tal reacción le fuese
inspirada por un exceso de humildad ni de reverencia.
Volviendo
al hermoso e inquietante boceto de La Virgen y el Niño con Santa Ana
(1501), que tiene la fortuna de poseer la londinense National Gallery,
de nuevo hallamos elementos que deberían sorprender al observador
—aunque rara vez ocurre— con sus implicaciones subversivas. El dibujo
presenta a la Virgen y el Niño con santa Ana (la madre de María) y Juan
Bautista niño. A lo que parece, el niño Jesús está bendiciendo a su
primo Juan, quien mira hacia arriba con expresión meditativa, mientras
santa Ana contempla fijamente y de cerca el semblante ensimismado de su
hija... y hace el «gesto de Juan», pero con mano curiosamente grande y
masculina.
Ahora bien,
ese índice alzado se eleva por encima de la diminuta mano de Jesús que
bendice, como dominándola en sentido literal y también metafórico. Y
aunque la Virgen está sentada en una postura muy incómoda, casi «a la
jineta», como montaban antiguamente las mujeres, en realidad la postura
más extraña es la de Jesús, a quien sostiene la Virgen casi como
empujándole a bendecir, como si le hubiese traído al cuadro sólo para
que lo hiciera pero apenas consiguiera retenerlo allí. Mientras tanto
Juan se apoya tranquilamente contra la rodilla de santa Ana, bastante
ajeno al honor con que se le distingue. ¿Es verosímil que la misma madre
de la Virgen esté recordándole algún secreto relacionado con Juan?
Según la
nota que publica la National Gallery, algunos expertos en arte a los que
extraña el aspecto juvenil de santa Ana y la anómala presencia de Juan
el Bautista especulan si la obra no representa en realidad a María con
su prima Isabel... la madre de Juan. Lo cual parece plausible, y si
ellos tienen razón, corrobora el argumento.
La aparente
inversión de los papeles habituales de Jesús y de Juan se ve asimismo
en una de las dos versiones de la Virgen de las Rocas que debemos a
Leonardo. Los historiadores del arte nunca han explicado
satisfactoriamente por qué hay dos versiones, una de las cuales se
expone actualmente en la National Gallery de Londres, y la otra, mucho
más interesante para nosotros, en el Louvre de París.
El encargo
originario lo hizo una cofradía llamada de la Inmaculada Concepción, e
iba a servir como imagen central de un tríptico para el altar de la
capilla que tenía dicha hermandad en la iglesia de San Francisco Mayor
de Milán (los laterales del tríptico se encargaron a otros pintores).9
El contrato, fechado el 25 de abril de 1483, todavía existe y arroja una
interesante luz sobre la obra encargada... y la que recibieron en
realidad los cofrades.
En el
documento se especifican con claridad la forma y las dimensiones de la
pintura, lo cual era de rigor porque el marco del tríptico ya existía.
Lo curioso es que las dos versiones terminadas por Leonardo cumplen la
especificación, así que no sabemos por qué repitió el encargo. Pero
podemos aventurar una suposición acerca de esas interpretaciones
divergentes, y no tiene mucho que ver con el perfeccionismo y sí con la
percepción de la potencia explosiva de lo realizado.
En el
contrato se especifica también el tema de la pintura. Se trataba de
representar un acontecimiento que no figura en los Evangelios, pero
estaba presente en la leyenda cristiana desde hacía mucho tiempo. Es el
relato de cómo, durante la huida a Egipto, José, María y el niño Jesús
se refugiaron en una cueva del desierto, donde hallaron al infante Juan
Bautista bajo la protección del arcángel Uriel.
La
intención de esta leyenda estriba en solucionar una de las dudas más
obvias y más molestas que plantea el relato del bautismo de Jesús
conforme a los Evangelios. ¿Qué necesidad tenía Jesús de bautizarse si
había nacido exento de pecado, y siendo así que ese rito es una ablución
simbólica mediante la cual se limpia uno de sus pecados y se compromete
a vivir santamente en el futuro? ¿Por qué el Hijo de Dios iba a
someterse a un evidente acto de autoridad por parte del Bautista?
La leyenda
refiere que durante el encuentro fortuito entre los dos santos infantes,
Jesús le concedió a su primo Juan autoridad para que le bautizara
cuando ambos fuesen mayores. Por varias razones nos parece una ironía de
la Historia que la cofradía confiase tal asunto precisamente a
Leonardo, pero también podemos sospechar que éste quedó encantado con el
encargo... para hacer de él una interpretación exclusivamente suya, al
menos en una de las versiones.
De acuerdo
con las costumbres de la época, los cofrades solicitaban una pintura
vistosa y fastuosa, con dorados de pan de oro y muchos querubines y
espíritus de profetas veterotestamentarios como relleno. Pero lo que
recibieron fue bastante distinto, a tal punto que se estropearon las
relaciones entre ellos y el pintor, y todo culminó en un pleito que se
arrastró durante más de veinte años.
Leonardo
eligió representar la escena con el mayor realismo posible y sin
personajes ajenos. Él no quería querubines gordezuelos ni severos
profetas bíblicos anunciadores de desgracias. En efecto casi diríamos
que practicó un reduccionismo excesivo en cuanto a las dramatis
personae, ya que no aparece san José para nada aunque el cuadro
supuestamente pinta la huida de la Sagrada Familia a Egipto.
La versión
del Louvre, que fue la primera, presenta a una Virgen con túnica azul
que rodea con su brazo protector a un niño, mientras que el otro infante
forma grupo con Uriel. Lo curioso es que los dos niños parecen
idénticos, y más curioso todavía, el que está con el ángel bendice al
otro, y es el niño de María quien se arrodilla sumisamente. Por eso los
historiadores del arte han supuesto que Leonardo, cualesquiera que
fuesen sus motivos, eligió colocar el niño Juan al lado de María. Al fin
y al cabo no hay etiquetas que identifiquen a los personajes, y sin
duda el niño con más autoridad para bendecir era Jesús.
Hay otras
interpretaciones de este cuadro, sin embargo, que no sólo sugieren
mensajes subliminales de gran intensidad y nada ortodoxos, sino además
refuerzan los códigos utilizados por Leonardo en otras obras. Tal vez el
parecido de los dos niños sugiere en este caso la idea de que Leonardo
trató de confundir deliberadamente sus identidades, él sabría por qué. Y
si bien María abraza en ademán de protección al niño Juan, según se
admite generalmente, en cambio la derecha se alarga sobre la cabeza de
«Jesús» en un gesto que casi parece de hostilidad, o lo que Serge
Bramly, en su reciente biografía de Leonardo, describe como «evocación
de los espolones de un águila».
Uriel
apunta enfrente, al niño de María, pero la enigmática mirada se dirige
hacia el observador, lo cual también es significativo puesto que se
aparta de la Virgen y el niño. Lo más admisible y fácil sería
interpretar el ademán y la postura como un señalamiento de cuál de ellos
es el Mesías, pero hay otras posibles explicaciones.
¿Qué pasa
si el niño que está con María en la versión del Louvre de la Virgen de
las Rocas es Jesús, como parecería lo más lógico, y el otro, el que está
con Uriel, es Juan? Recordemos que en ese caso, Juan bendice a Jesús y
éste se somete a la autoridad de aquél. Uriel, en su función especial
como protector de Juan, ni siquiera tiene por qué mirar a Jesús. Y
María, mientras protege a su hijo, alza una mano amenazadora por encima
de la cabeza del infante Juan.
Bastantes
centímetros por debajo de esa palma extendida hallamos la de Uriel que
señala; el uno con el otro, ambos gestos parecen abarcar alguna clave
críptica. Como si Leonardo quisiera indicarnos un objeto, algo
significativo, pero invisible, que debería estar en el espacio
comprendido entre ambas. En ese contexto no creemos arbitrario sugerir
que los dedos extendidos de María parecen estar colocando una corona
sobre una cabeza invisible, mientras que el índice estirado de Uriel
corta precisamente el espacio que correspondería al cuello. Esa cabeza
virtual flota por encima del niño que está con Uriel... así que resulta
identificado tan eficazmente como si lo hubiese etiquetado, en
definitiva, porque, ¿cuál de los dos murió decapitado? Entonces, si ése
representa en verdad a Juan el Bautista, él bendice a quien le es
superior.
Pero cuando
nos dirigimos a la versión muy posterior de la National Gallery,
resulta que aquí faltan todos los elementos que se necesitaban para
establecer esas heréticas deducciones... y sólo ellos. Los dos niños son
de aspecto bastante distinto, y el que está con María lleva la cruz
larga que tradicionalmente se asocia con el Bautista (aunque bien es
cierto que ese detalle pudo añadirlo otro pintor). Aquí la mano derecha
de María también se extiende por encima del otro niño, pero esta vez sin
sugerencia alguna de amenaza. Uriel no señala ni aparta la mirada de la
escena. Todo sucede como si Leonardo nos invitase al juego de «busca
las diferencias» y nos desafiase a sacar de esos detalles anómalos
nuestras propias conclusiones.
Este tipo
de escrutinio de las obras de Leonardo revela una plétora de segundas
lecturas, provocativas e inquietantes. El tema de Juan el Bautista
parece repetirse en muchos lugares, a menudo por medio de ingeniosos
símbolos y señas subliminales. Y una y otra vez, él o las imágenes que
le representan se sitúan por encima de la figura de Jesús: incluso en
los símbolos astutamente incluidos en el Sudario de Turín, si no andamos
equivocados.
Tiene un
cierto carácter obsesivo esa insistencia de Leonardo, con el recurso a
unas imágenes tan intrincadas, por no hablar de lo mucho que arriesgaba
al presentar públicamente una herejía aunque que lo hiciese de una
manera astuta y subliminal. Como hemos indicado antes, tal vez la razón
de que dejase sin terminar tantas obras suyas no fue el perfeccionismo,
como generalmente se cree, sino la conciencia de lo que podía pasarle si
alguien supiera ver por debajo del tenue barniz de ortodoxia el
contenido auténticamente «blasfemo» de lo que se estaba representando.
Aunque fuese un titán en lo intelectual y en lo físico, quizá no tenía
muchas ganas de atraer sobre sí la atención de las autoridades; con una
sola experiencia tuvo más que suficiente.
Obviamente,
no le hacía ninguna falta poner su propia cabeza en el tajo
introduciendo semejantes mensajes heréticos, en sus pinturas. Excepto si
creyese apasionadamente en ellos. Como ya hemos visto, lejos de ser el
ateo materialista que tanto gusta a muchos modernos, Leonardo fue un
creyente profundo, sincero, sólo que su sistema de creencias era
totalmente contrario a lo que entonces constituía y todavía hoy
constituye la «línea general» del cristianismo. Era un seguidor de lo
que hoy llamaríamos «lo oculto».
Esta
palabra tiene hoy día, para muchos, connotaciones inmediatas y nada
positivas. Se entiende que quiere decir magia negra, o frivolidades de
unos charlatanes degenerados, o ambas cosas a la vez. En realidad la
palabra «oculto» sólo significa lo que significa, como cuando los
astrónomos hablan de la «ocultación» de un cuerpo celeste por otro,
quedando aquél eclipsado.
En lo
tocante a Leonardo se convendrá en que, si bien algunos elementos de su
biografía y creencias tienen cierto relente a ritos siniestros y
prácticas mágicas, lo que buscaba en realidad y por encima de todo era
el conocimiento. Y muchas de las cosas que buscaba habían sido
eficazmente «ocultadas» por la sociedad, y particularmente por una
organización tan ubicua como poderosa. En casi todos los países europeos
de la época, la Iglesia miraba con desconfianza cualquier género de
experimentación científica, y no se conformaba con mirar, sino que
empleaba medidas drásticas para silenciar a quienes se atreviesen a
publicar opiniones no ortodoxas o meramente particulares.
En cambio
Florencia, donde nació y se formó Leonardo, y en cuya corte principió
realmente su carrera, era el centro floreciente de una nueva ola de
conocimiento. Y esto, aunque parezca sorprendente, se debió por entero a
haberse convertido la ciudad en refugio de muy numerosos ocultistas y
magos. Los primeros mecenas de Leonardo, la familia de los Médicis, que
eran entonces los amos de Florencia, fomentaban activamente los estudios
ocultistas y pagaban a eruditos para que buscasen determinados
manuscritos perdidos y, caso de ser encontrados, los tradujesen.
La
fascinación que sintieron los hombres del Renacimiento hacia lo arcano
era bastante distinta de nuestra afición a los horóscopos de los
periódicos. Aunque hubo áreas de investigación que hoy día,
inevitablemente, nos parecerían ingenuidades o puras supersticiones,
otras muchas supusieron serios intentos de entender el Universo y el
lugar que el hombre ocupa en él.
Sin
embargo, los magos pretendían ir un paso más allá, y descubrir maneras
de controlar las fuerzas de la naturaleza. Desde este punto de vista tal
vez no extrañará tanto que Leonardo, precisamente él, participase
activamente en la cultura oculta de su época y situación. La distinguida
historiadora Frances Yates llega al punto de sugerir que toda la clave
del ambicioso genio de Leonardo podría hallarse en las nociones de la
magia contemporánea.
En nuestro
libro anterior hemos detallado las filosofías que predominaban por aquel
entonces en el mundo ocultista de Florencia;13 resumiendo diremos aquí
que los grupos de la época hacían gran caso de la hermética, cuyo nombre
deriva de Hermes Trismegisto, gran mago egipcio, aunque probablemente
legendario, cuyos libros ofrecían un sistema coherente de magia. Con
mucho la parte más importante del pensamiento hermético era la idea de
que el hombre es, en cierta manera, literalmente divino. Y ese concepto
por sí solo resultaba tan peligroso para el dominio de la Iglesia sobre
las mentes y los corazones de su grey, que necesariamente debía
anatemizarlo.
En la vida y
la obra de Leonardo ciertamente se encuentran numerosas demostraciones
de principios herméticos. A primera vista, sin embargo, parece existir
una flagrante contradicción entre profesar elaboradas ideas filosóficas y
cosmológicas, y nociones heréticas, y seguir concediendo tanta
importancia a los personajes bíblicos.
(Hay que
subrayar que las creencias heterodoxas de Leonardo y su círculo no eran
una mera reacción frente a una Iglesia crédula y corrupta. Como ha
demostrado la Historia, contra la Iglesia de Roma existió en efecto una
reacción fuerte, y nada clandestina, que fue la Reforma protestante.
Pero si Leonardo viviera hoy nos parece que tampoco le encontraríamos
militando en esa especie de Iglesia.)
Existen sin
embargo muchas pruebas de que los herméticos podían ser verdaderos
herejes. Un fanático representante del hermeticismo, Giordano Bruno
(1548-1600), proclamó que sus creencias derivaban de una antigua
religión egipcia anterior al cristianismo, y que eclipsaba a éste en
importancia. Una parte de ese mundo oculto floreciente —pero no tanto
que pudiese atreverse, frente a la desaprobación de la Iglesia, a ser
otra cosa sino un movimiento clandestino— eran los alquimistas. Una vez
más, estamos ante un grupo víctima de un prejuicio moderno.
Hoy nos
burlamos de ellos y los tenemos por unos locos que perdieron el tiempo
en el vano intento de convertir los metales viles en oro; en realidad
esa imagen era una pantalla útil para los alquimistas serios, más
preocupados por la verdadera experimentación científica... y sobre todo,
por la transformación personal y el consiguiente dominio total del
propio destino. Una vez más, no es difícil creer que un hombre tan
sediento de conocimiento como Leonardo pudo participar en ese movimiento
y tal vez ser incluso uno de sus principales inspiradores.
Aunque no
tenemos prueba directa de esa relación, sabemos que solía tratar con
ocultistas fervientes de todas las tendencias, y nuestros propios
estudios sobre la falsificación del Sudario de Turín sugieren vivamente
que esta reproducción fue el resultado directo de sus propios
experimentos «alquímicos» (o mejor dicho, hemos llegado a la conclusión
de que el mismo arte de la fotografía fue, en tiempos, uno de los
grandes secretos alquímicos).
Para
simplificar: es muy improbable que Leonardo desconociera ningún sistema
de conocimiento de los disponibles en su tiempo, pero al mismo tiempo, y
dados los riesgos que implicaba el participar públicamente en ellos, es
igualmente improbable que hubiese consignado por escrito ninguna prueba
de su participación. En cambio, y como hemos visto, los símbolos y las
imágenes que utilizó con reiteración en sus obras supuestamente
cristianas no es fácil que hubiesen merecido la aprobación de las
autoridades eclesiásticas, si éstas hubieran llegado a sospechar la
verdadera naturaleza de dichas obras.
Dicho esto,
subsiste todavía que una fascinación por las ideas herméticas no se
compadece, en apariencia al menos, con el género de preocupaciones que
atribuyese una gran importancia a Juan el Bautista... y al significado
putativo de la mujer «M». De hecho fue esta discrepancia lo que nos
intrigó tanto que nos obligó a seguir profundizando en nuestra
investigación. Por supuesto podría argumentarse que lo único que
significa tanto dedo índice levantado es que un cierto genio del
Renacimiento estuvo obsesionado por el personaje de Juan el Bautista.
Pero ¿no era posible que existiera un significado más profundo tras la
creencia personal del propio Leonardo? ¿Y si el mensaje que leemos en
sus pinturas fuese de alguna manera realmente cierto?
Desde
luego, en los círculos ocultistas se viene manteniendo desde hace
bastante tiempo que el Maestro fue poseedor de un conocimiento secreto.
Cuando empezamos a investigar su participación en lo del Sudario de
Turín escuchamos en esos círculos muchos rumores en el sentido de que,
en efecto, no sólo había intervenido en su creación, sino que además se
sabía que había sido un mago de cierto renombre.
Existe
incluso un cartel decimonónico que sirvió para anunciar el parisién
Salon de la Rose + Croix (un centro de reunión para ocultistas de
aficiones artísticas), y representa a Leonardo como Guardián del Santo
Grial, lo cual se entiende, en esos círculos, como sinónimo de Guardián
de los Misterios. También en este caso hay que reconocer que rumores más
licencia artística no suman gran cosa en concepto de prueba, pero
sumados a todas las demás indicaciones que hemos expuesto antes,
ciertamente despertaron nuestra apetencia de saber más acerca del
Leonardo desconocido.
De momento
habíamos puesto al descubierto el motivo principal de la aparente
obsesión de Leonardo, es decir, Juan el Bautista. Si bien era natural
que recibiese encargos de pintar o esculpir a dicho santo de momento que
vivía en Florencia, que como hemos dicho lo tenía por patrono, también
es cierto que Leonardo eligió libremente aceptarlos. Y que el último
retrato en que estaba trabajando antes de su fallecimiento en 1519 —no
encargado por nadie, sino emprendido por motivos propios— era un Juan
Bautista. A lo mejor era ésa la imagen que deseaba ver cuando se hallase
en su lecho de muerte. E incluso cuando se le pagaba para que pintase
una escena cristiana ortodoxa, él siempre que podía procuraba destacar
el papel del Bautista en ella.
Como hemos
visto, sus imágenes de Juan están sutilmente alteradas para transmitir
un mensaje específico, por más que fuese captado de modo imperfecto y
subliminal. Desde luego pinta a Juan como alguien importante, pero al
fin y al cabo, fue el Precursor, heraldo y pariente carnal de Jesús, así
que no dejaba de ser lógico que se le reconociese así su papel. Lo que
no dice Leonardo es que el Bautista fuese inferior a Jesús como
cualquier otro humano. En su Virgen de las Rocas, el ángel apunta a
Juan, o así puede argumentarse, quien bendice a Jesús, y no lo
contrario.
En la
Adoración de los Magos, los personajes normales y de aspecto sano
veneran las raíces del algarrobo, el árbol de Juan, no a los incoloros
Virgen y Niño. Y el «gesto de Juan», el índice extendido de la mano
derecha que se levanta frente al rostro de Jesús en la Última Cena,
obviamente no es ningún ademán cariñoso ni solidario, sino que parece
estar diciendo de una manera, por decirlo con suavidad, bastante
amenazadora: «Acuérdate de Juan». Y esa otra obra de Leonardo, la más
desconocida, el Sudario de Turín, contiene el mismo tipo de simbolismo,
con la imagen de una cabeza supuestamente cortada puesta «encima» de un
crucificado clásico. El testimonio abrumador de los indicios es que para
Leonardo, al menos, Juan el Bautista era superior a Jesús.
A todo esto
parecerá que Leonardo fue la voz que clama en el desierto. A fin de
cuentas, muchos grandes genios han sido unos excéntricos, cuando menos. A
lo mejor ése fue otro aspecto de su vida en que anduvo lejos del
rebaño, de los convencionalismos de su época, solo e incomprendido. Pero
nosotros también sabíamos, y ello desde el comienzo de nuestras
averiguaciones (hacia finales del decenio de los ochenta), que
recientemente habían aparecido pruebas, aunque de naturaleza muy
controvertible, que le relacionaban con una sociedad secreta poderosa y
siniestra.
Este grupo,
que se afirma existió desde varios siglos antes que Leonardo, incluyó a
varios de los individuos y las familias más influyentes de la Historia
europea, y de acuerdo con algunas fuentes existe todavía. Se dice que
entre los promotores de esa organización figuran no sólo miembros de la
aristocracia, sino incluso algunas de las figuras más eminentes de la
vida política y económica actual, que la mantienen viva en razón de sus
propios objetivos particulares.
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