María I de Inglaterra entrando en Londres para tomar posesión del trono en 1553 - Wikimedia2
María fue una niña triste, una reina sangrienta, una esposa desconsolada, una eterna embarazada... La hija de Catalina de Aragón
hubo de hacer frente a muchas dificultades antes de tomar la Corona de
Inglaterra a mediados del siglo XVI y, una vez en el trono, se apoyó en
su marido para restituir a golpe de ejecuciones
la obediencia de su país hacia la Iglesia católica. Todo el éxito
político de la alianza entre la inglesa y el español naufragó a la hora
de dejar descendencia. La larga serie de embarazos psicológicos que
registró María finalizó, en 1558, cuando uno de ellos le llevó a caer en
una profunda depresión y a morir meses después. Felipe II, su marido, no encontró el momento de desplazarse desde Bruselas a Londres,
a pesar de las cartas de su esposa suplicándole que estuviera a su lado
en aquellos momentos tan dolorosos. Murió sin volver a verle. Retrato de María Tudor pintado por Antonio Moro- Museo del PradoTras solo dos años de matrimonio con María Manuela de Portugal,
Felipe quedó soltero con un hijo enfermizo como única sucesión. La
portuguesa, prácticamente de la misma edad que el entonces príncipe
español, había fallecido después de dar a luz a Don Carlos, el Príncipe maldito. Durante la búsqueda de la candidata ideal para ser esposa de su hijo, Carlos I de España
(V de Alemania) descartó la opción de que se casara en segundas nupcias
con alguna de las hijas del rey de Francia, un enlace que habría
sellado la paz entre ambos países, o con la hermosa hija menor del rey
de Portugal, que a largo plazo podía asegurarle el trono de este reino; y
en cambio recomendó que lo hiciera con una antigua prometida suya,
María Tudor. La hija de Catalina de Aragón había vivido una infancia
turbulenta a causa de la decisión de Enrique VIII de Inglaterra
de divorciarse en contra del criterio de la Iglesia católica. Una mujer
repleta de traumas que tenía a Carlos como el hombre que había velado
por sus derechos en Europa cuando nadie más lo hizo.
La hija de Catalina de Aragón y Enrique VIII
Pese a contar con el apoyo popular de los ingleses, Catalina de Aragón –la hija menor de los Reyes Católicos–
acabó repudiada por su marido, Enrique VIII, debido a la falta de hijos
varones. La sucesión de embarazos fallidos, seis bebés de los que solo
la futura María I alcanzó la mayoría de edad, enturbió la convivencia
entre el Rey y la Reina. Enrique VIII propuso al Papa una anulación matrimonial basándose en que se había casado con la mujer de su hermano Arturo. El Papa Clemente VII,
a sabiendas de que aquella no era una razón posible desde el momento en
que una dispensa anterior había certificado que el matrimonio con
Arturo no era válido (no se había consumado), sugirió a través de su
enviado el cardenal Campeggio que la madrileña podría
retirarse simplemente a un convento, dejando vía libre a un nuevo
matrimonio del rey. Sin embargo, el obstinado carácter de la Reina, que
se negaba a que su hija María fuera declarada bastarda, impidió
encontrar una solución que agradara a ambas partes. La intervención del
todopoderoso sobrino de Catalina, Carlos I de España, elevó la disputa a
nivel internacional.
Pese a las amenazas de Enrique VIII hacia
Roma, Clemente VII temía todavía más las de Carlos I, quien había
saqueado la ciudad en 1527, y prohibió que Enrique se volviera a casar
antes de haber tomado una decisión. Anticipado el desenlace, Enrique
VIII asumió una resolución radical: rompió con la Iglesia Católica y se hizo proclamar «jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra». Felipe, príncipe de Asturias, por Tiziano (1551).- Museo del PradoEn 1533, el Arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer,
declaró nulo el matrimonio del Rey con Catalina y el soberano se casó
con Ana Bolena, a la que el pueblo denominaba «la mala perra». Además,
Enrique privó a Catalina del derecho a cualquier título salvo al de «Princesa Viuda de Gales», en reconocimiento de su estatus como la viuda de su hermano Arturo, y la desterró al castillo del More en el invierno de 1531. Años después fue trasladada al castillo de Kimbolton,
donde tenía prohibido comunicarse de forma escrita y sus movimientos
quedaron todavía más limitados. Allí, el 7 de enero de 1536, antes de
morir a causa posiblemente de un cáncer, Catalina de Aragón escribió una
carta a su sobrino Carlos I pidiéndole que protegiera a su hija.
De
esta forma, la «reina sanguinaria» nunca olvidaría que en 1533 tuvo que
renunciar al título de princesa y que, un año después, una ley del
Parlamento inglés la despojó de la sucesión en favor de la princesa
Isabel, la hija de Ana Bolena, la mujer que había
desencadenado el divorcio. No en vano, la ejecución de Ana Bolena en
1536 provocó un cambio en la situación de María. La nueva esposa de
Enrique VIII, Juana Seymour, logró que María capitulara y jurara las
nuevas leyes religiosas a cambio de una posición más aventajada en la
corte, siendo ahora su hermanastra, Isabel, la que quedó marginada.
Fruto del matrimonio entre Enrique VIII y Juana Seymour
nació Eduardo, que fue designado el heredero de la corte. Cuando
falleció de forma prematura Eduardo VI en 1553, la niña marginada se
convirtió a sus 37 años en la reina de Inglaterra e inició una represión
religiosa contra los líderes protestantes. Una de sus primera medidas
fue encarcelar y ejecutar al Duque de Northumberland, quien había
endurecido la política contra los católicos en esos primeros años del
reinado de Eduardo VI.
«Lo
mejor de este negocio es que el rey lo ve y lo entiende que no por la
carne se hizo este casamiento, sino por el remedio de este Reno y
conservación de estos Estados»Ruy Gómez
Por
otra parte, María nunca dejó de escribirse con su primo Carlos I, pero
sus buenas relaciones apenas facilitaron las negociaciones para logar un
acuerdo que debía salvar la oposición interna de los nobles ingleses y
su desconfianza natural hacia los extranjeros. Las exigencias británicas
terminaron por ser humillantes: la reina no podía ser obligada a salir
de las islas; Inglaterra no estaba obligada a tomar parte en las guerras de los Habsburgo; el posible hijo del matrimonio heredaría Inglaterra, Irlanda y los Países Bajos;
y, lo que a la postre fue capital, el monarca español perdería
cualquier autoridad si María fallecía antes que él. El rey mostró sus
recelos en privado, pero finalmente tragó con un acuerdo que prometía
recuperar por completo a Inglaterra para la causa católica.
Pero
más allá de las exigencias políticas, el otro escollo eran los recelos
de la reina hacia el matrimonio. Su historial amoroso se reducía a haber
descartado la posibilidad de casarse con Eduardo Courtenay –hijo
de un noble decapitado en 1538, acusado entonces de conspirar contra
Enrique VIII– al que había liberado de su prisión en la Torre de Londres
con este propósito. Tras descartar la boda con Courtenay, de sangre
real, pareció que María permanecería soltera siempre. Al menos hasta que
apareció el apuesto Felipe, cuyo cuadro pintado por Tiziano en 1551 fue
enviado a la reina. Quedó prendida de él desde el primer instante hasta
el último de su vida.
En tanto, Felipe II entendió que el
matrimonio respondía más que nunca a asuntos de Estado y aceptó sin la
menor queja, pese a que la belleza de María brillaba por su ausencia. A
sus 37 años, la reina inglesa parecía aparentar cerca de 50 y mantenía
una mirada triste de forma perpetua. Antes de salir de España, no en
vano, Felipe recibió también un retrato de su futura esposa pintado por Antonio Moro,
donde se evidenciaba que la reina era mayor que él. Una vez en
Inglaterra, los integrantes del séquito español coincidían en señalar lo
poco que se parecía aquel retrato al auténtico rostro de María. «Lo
mejor de este negocio es que el rey lo ve y lo entiende que no por la
carne se hizo este casamiento, sino por el remedio de este Reno y
conservación de estos Estados», escribió Ruy Gómez, uno de los hombres que acompañó a las islas Británicas a asistir al enlace, celebrado el día de Santiago de 1554 en la Catedral de Winchester.
«Bloody Mary», 300 muertos en la represión
Bajo
el reinado de María y Felipe, se ejecutaron a casi a trescientos
hombres y mujeres por herejía entre febrero de 1555 y noviembre de 1558.
No sorprende por ello que la historiografía protestante la apodará a su
muerte como Bloody Mary («la sangrienta María»).
Muchos de aquellos perseguidos eran viejos conocidos de la traumática infancia de María. Thomas Cranmer,
quien siendo arzobispo de Canterbury autorizó el divorcio de Enrique
VIII de Catalina de Aragón, fue objeto de un proceso para privarle de su
diócesis y posteriormente fue condenado a morir en la hoguera. Se
trataba de una persecución religiosa en toda regla, pero también de los
esfuerzos de la reina por acabar con sus enemigos políticos. En
previsión de su boda con Felipe, el noble protestante Thomas Wyatt encabezó
una sublevación que alcanzó las afueras de Londres en enero de 1554. El
intento de golpe de estado fracasó gracias al apoyo de los londinenses,
debiendo Wyatt rendirse y entregarse solo un mes después. La rebelión
terminó con las ejecuciones de varios parientes de Juana Grey –bisnieta de Enrique VII de Inglaterra– y de la propia joven.
Asediado en diferentes frentes por Francia y el Papa Pablo IV, el rey español reclamó a María su ayuda militar
Felipe
II apoyó en todo momento a su esposa e intentó congraciarse con sus
súbditos repartiendo mercedes entre los nobles leales a la causa
católica y organizando justas y torneos para el entretenimiento popular.
Estas actividades, que llevaban décadas sin celebrarse en las islas
británicas, fueron recordadas durante varias generaciones por su
magnitud, como recuerda el hispanista Geoffrey Parker expone en su
biografía definitiva sobre Felipe II. Sin embargo, el matrimonio se tornó en una experiencia triste
cuando se fueron acumulando una serie de embarazos psicológicos o
fallidos que hicieron imposible que naciera un heredero. Después de un
año en Inglaterra, Felipe partió a reunirse en Bruselas con su padre. Carlos I había decidido abdicar
y con ello legar a Felipe y al archiduque Fernando, su hermano, sus
reinos y también sus guerras. Asediado en diferentes frentes por Francia
y el Papa Pablo IV, el rey español reclamó a María su ayuda militar, lo cual estaba específicamente prohibido por el acuerdo matrimonial.
En
marzo de 1557, el monarca regresó a Inglaterra durante unos meses y
empleó su capacidad de persuasión sobre su mujer, que no era poca, para
lograr su participación en una guerra que iba a desembocar en una
terrible pérdida para Inglaterra. A las puertas del desastre, el Duque de Guisa conquistó a principios de 1558 de forma sorpresiva Calais,
la última posesión inglesa importante en el norte de Francia. Tras solo
siete días de asedio, las tropas inglesas se rindieron y entregaron la
ciudad sin presentar batalla, con el único objetivo de desprestigiar a
la reina María.
De la pérdida de Calais a su muerte
Según
la tradición, María quedó tan destrozada por esta derrota que predijo
que la palabra Calais aparecería a su muerte grabada sobre su corazón.
Triste y supuestamente embarazada de nuevo, la inglesa reclamó en esos días la presencia de su marido,
que recibió la noticia con «gran alegría y contentamiento» pero hizo
poco por desplazarse a Londres. Tras aceptar que se trataba de un nuevo
falso embarazo, la reina cayó en un estado depresivo a mediados de 1558.
Rápidamente, Felipe entendió que en caso de fallecer su esposa iba a
ser su hermanastra, Isabel Tudor, la persona con más apoyos para reinar,
por lo que, temiéndose lo peor, comenzó un acercamiento hacia la que a
la postre sería la mayor villana del imperio. Retrato de la reina Isabel I- National Portrait GalleryEl
plan original de Felipe era casar a Isabel con algún príncipe católico
de su confianza, siendo el mejor candidato su primo Manuel Filiberto de
Saboya, quien había encabezado su victoria en San Quintín.
Los acontecimientos, sin embargo, se precipitaron y el propio monarca
se ofreció a casarse con Isabel cuando vio que Inglaterra podía alejarse
de su control para siempre. A principios de noviembre, María hizo
testamento designando sucesora a su hermana Isabel con la esperanza de
que abandonase el protestantismo; unos días después falleció a los 42
años de edad. El ascenso de Isabel, con el propio apoyo de Felipe, supuso así una victoria póstuma y completa de la decapitada Ana Bolena,
que todavía hoy es equivalente en la lengua castellana a ser una mujer
alocada y trapisondista. Lejos de aceptar la propuesta matrimonial de
Felipe, Isabel se negó a volver a la obediencia papal y permaneció
soltera toda su vida.
La relación entre el Imperio español e Inglaterra
fue de mal en peor en los siguientes años. Isabel se mostró implacable
con los nobles católicos que amenazaron su poder y tomó todas las
medidas posibles en pos de borrar la huella hispánica en las islas.
Cualquier posibilidad de que el catolicismo volviera a ser mayoritario
en Inglaterra en el futuro pereció con la muerte de María. No obstante,
el hispanista Geoffrey Parker apunta en su obra «Felipe II: la biografía
definitiva» (Planeta, 2010) que «incluso sin hijos, el catolicismo se
habría instaurado perdurablemente en Inglaterra si la reina hubiera
vivido hasta (digamos) los 56 años como su padre».
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