¿Sabías que el Motín de Esquilache tuvo lugar durante una Semana Santa?
Aunque se tiene al ‘Motín de Esquilache’
como una revuelta popular del pueblo madrileño contra el decreto real
que recortaba capas y sombreros, en realidad fue una revuelta social,
con reivindicaciones económicas y políticas, consecuencia de la subida
de los artículos de primera necesidad como el pan, el aceite, el carbón y
la carne seca, originada, entre otras razones, por la liberalización
del comercio del grano en 1765. Mientras, el rey Carlos III y sus ministros italianos vivían en el lujo y el despilfarro a la vista de todos.
El pan, elemento
fundamental en la dieta de las clases populares de aquel entonces, había
duplicado su precio en 5 años, pasando de 7 cuartos la libra -460
gramos- en 1761 a 12 cuartos en 1766 y a 14 cuartos en los días previos
al ‘Motín de Esquilache’. El jornal diario,
que era de entre 2 y 8 reales (8 cuartos y medio), según los distintos
oficios y categorías, apenas alcanzaba en los más bajos para comprar 1
libra de pan. Era una situación que recordaba las hambrunas del siglo
XVII que trajeron las protestas contra Juan José de Austria en 1677, «¿A qué vino el señor don Juan? A bajar el caballo y subir el pan» o el ‘Motín de los Gatos’ en 1699 contra el Conde de Oropesa.
El prólogo del ‘Motín de Esquilache’
El decreto real que pretendía erradicar la capa larga y sustituir el sombrero de ala ancha o chambergo
por el sombrero de 3 picos, con el argumento de que el embozo permitía
el anonimato y la facilidad de esconder armas por lo que fomentaba toda
clase de delitos y desórdenes, era en realidad una vieja prohibición que
venía renovándose mediante bandos y reales órdenes desde 1716 por su
reiterado incumplimiento.
En un primer momento, estas medidas
relativas a la vestimenta sólo se aplicaron al personal de la Casa Real,
que, ante la amenaza de arresto y despido, acataron en bloque la orden.
Después Leopoldo de Gregorio, marqués de Squilacce, las hizo extensivas a toda la población y el lunes 10 de marzo de 1766 aparecieron en Madrid
carteles prohibiendo el uso de estas prendas. La reacción popular fue
sustituir los bandos por pasquines vejatorios contra el italiano, cuya
redacción culta no podía atribuirse al vulgo iletrado, lo que hace
suponer que tras la revuelta popular se encontraban miembros de la
nobleza, como pasará posteriormente en el ‘Motín de Aranjuez’ de 1808.
Esquilache, lejos de
amedrentarse, recurrió al ejército para que los soldados ayudasen a las
autoridades municipales en el cumplimiento del edicto, y entonces
creció el descontento con la imposición de las primeras multas, dándose
algunos pequeños conatos violentos cuando los alguaciles acortaban capas
y sombreros en plena calle y a veces trataban de cobrar las multas en
su propio beneficio.
Y así llegamos a la Semana Santa de 1766 que vio incendiarse las calles de Madrid con el ‘Motín de Esquilache’, en alusión al principal de los ministros italianos que se había traído de Nápoles el rey Carlos III de España, que antes fue rey de Nápoles y Sicilia (1734-1759), como Carlos VII, y duque de Parma, Plasencia y Toscana (1731-1735), como Carlos I.
Domingo de Ramos | 23 de marzo de 1766
Cuenta la historia popular que el ‘Motín de Esquilache’ comenzó en Lavapiés cuando un embozado barbero de ese castizo barrio madrileño intentó atravesar el Portillo de Antón Martin y fue requerido por los alguaciles para proceder allí mismo al recorte de capa y sombrero. El barbero de Lavapiés se negó rotundamente a ello, sacó su navaja y pidió ayuda a gritos, logrando que un nutrido grupo de manolos, que ‘por casualidad’ se encontraba a la vuelta de la esquina, pusieran en fuga a los alguaciles municipales.
La revuelta se extendió, al grito de «¡Viva el Rey! ¡Viva España! ¡Muera Esquilache!», Calle de Atocha arriba, hasta la Plazuela del Ángel, la Puerta del Sol, la Plaza de Herradores y la Plaza Mayor. En el camino iban destrozando los ‘esquilaches’ o farolas instaladas por el ministro de Hacienda desde 1765 en las principales calles de Madrid en número cercano a 5.000 y que constituían el primer alumbrado público madrileño.
La marea popular de los amotinados, cada vez en mayor número, se dirigio primero a la Casa de las 7 Chimeneas, residencia del marqués de Esquilache,
acuchillando allí a uno de sus criados, que intentó impedirles la
entrada. El napolitano marqués había puesto tierra de por medio y se
refugió en San Fernando de Henares, mientras su esposa se refugiaba con sus hijas, y las joyas de la familia, en el Colegio de las Niñas de Leganés,
desaparecido al construirla Gran Vía. Al no encontrar a nadie en quien
descargar su furia, echaron algunos muebles por la ventana y saquearon
la considerable despensa.
Enardecidos de orgullo castizo, de allí se fueron a las residencias de otros 2 ministros italianos: Jerónimo Grimaldi y Francesco Sabatini. Aunque con el mismo resultado, porque también se habían puesto a salvo. El Domingo de Ramos de 1766 terminó con la quema de un retrato de Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, en la Plaza Mayor de Madrid.
Lunes Santo | 24 de marzo de 1766
Cuando se pensaba que los tumultos se
habían aplacado con la quema del retrato la noche anterior, se corrió la
noticia de que el marqués de Esquilache se hallaba con Carlos III en el Palacio Real,
y una gran multitud, entre la que se encontraban también mujeres y
niños, se fue congregando a sus puertas en el Arco de la Armería,
protegido por la Guardia Española y la Guardia Valona, formada en su
mayor parte por soldados extranjeros. Ante los gritos de la multitud, la
primera se mantuvo en actitud defensiva, pero la segunda abrió fuego
contra los manifestantes y mató a una mujer.
Con esta muerte, la revuelta se
enardeció, hubo nuevas víctimas, incluidos 10 guardias valones, y la
sangre corrió por las calles cercanas. Tras la misteriosa aparición de
un fraile franciscano, ‘Fray Yecla’, los ánimos se apaciguaron en parte y el propio fraile llevo una carta de 8 puntos con las peticiones populares: “fuera Esquilache, fuera guardias valones… y que baje el pan”. La lista incluía amenazas muy graves y acababa con una advertencia: «de no hacerlo así arderá Madrid entero». Aunque a regañadientes, el rey Carlos III accedió
a las peticiones populares para evitar males mayores. Resignado y sin
duda afectado en su dignidad de monarca ilustrado absoluto, Carlos III tuvo que renunciar a su ministro napolitano. ¡El pueblo había triunfado!
Martes Santo | 25 de marzo de 1766
El día amaneció tranquilo, con la
confianza del pueblo madrileño en el cumplimiento de la palabra real.
Sin embargo, se propagó la noticia de que el dolido rey se había
trasladado a Aranjuez acompañado de la familia real. El miedo a que esa marcha significará que Carlos III tenía
la intención de retractarse y doblegar la revuelta con el ejército,
provocó una nueva agitación en las calles y esta vez se asaltaron
almacenes de comestibles, cárceles y cuarteles.
También fue tomado preso Diego de Rojas,
obispo de Cartagena y presidente del Consejo de Castilla, al que se
obligó a redactar una carta destinada al rey que fue llevada al Palacio de Aranjuez por Diego Avendaño, un calesero investido como diputado del pueblo. Posiblemente el obispo Diego de Rojas, el corregidor Alonso Pérez Delgado, el presidente de la Sala de Alcaldes Francisco Mata Linares y Luis Velázquez, marqués de Valdeflores, entre otros nobles y cargos públicos, estuviesen detrás de esta ‘revuelta popular’ conocida como ‘Motín de Esquilache’.
Carlos III recibió el
memorial y, tras leerlo, no lo dudó demasiado: despachó al mismo
emisario con una carta para el pueblo de Madrid, redactada por
el ministro de Gracia y Justicia, Manuel de Roda y Arrieta: «El
rey ha oído a la representación de vuestra señoría con su acostumbrada
clemencia y asegura sobre su real palabra que cumplirá cuanto ofreció
ayer por su piedad y amor al pueblo de Madrid, y lo mismo hubiera
acordado desde este Sitio y cualquiera otra parte donde le hubieran
llegado sus clamores y súplicas; pero en correspondencia de la fidelidad
y gratitud que a su soberana dignación debe el mismo pueblo, por los
beneficios y gracias con que se le ha distinguido y el grande que acabe
de dispensarle, espera su majestad la debida tranquilidad, quietud y
sosiego, sin que por título o pretexto alguno de quejas, gracias, ni
aclamaciones, se junten en turbas ni fomenten uniones. Y mientras tanto
no den pruebas de dicha tranquilidad, no cabe el recurso que hacen
ahora, de que Su Majestad se les presente».
Miércoles Santo | 26 de marzo de 1766
Con las primeras horas de la mañana, Diego Avendaño llegaba a Madrid,
donde se hizo pregonar por las calles y plazas la carta real. Eso bastó
para devolver la calma a la ciudad que nunca se levantó contra el rey.
El pueblo madrileño devolvió pacíficamente las armas a los cuarteles
donde habían sido requisadas, sin que se produjese ningún incidente por
parte alguna.
El orgulloso Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache,
tuvo que volver a Italia. Como premio de consolación fue nombrado
Embajador en Venecia. Después, escribiría sobre el pueblo de Madrid: «Soy
el único ministro que ha pensado en su bien: he limpiado la ciudad, la
he pavimentado, he hecho paseos, he mantenido la abundancia durante años
de carestía. Merecía una estatua y me han tratado indignamente».
Jueves Santo | 27 de marzo de 1766
Jerónimo Grimaldi se convierte en el nuevo hombre fuerte de Carlos III y, ante el temor de nuevos tumultos, ordena a las tropas estacionadas en las cercanías de Madrid que se concentren en las cercanías de Aranjuez.
Sabiéndose incapaz de dominar la situación por sí mismo, Grimaldi ordena a Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda y Capitán General de Valencia, que acuda a Madrid con todas las tropas a su mando.
La guardia valona fue retirada discretamente, y no volvió a desplegarse en Madrid.
Cuando en mayo una pequeña dotación de guardias valones persiguieron a
unos desertores hasta la capital, en un intento de comprobar cómo eran
recibidos por los madrileños, volvieron a aparecer pasquines de
protesta: «Si volvieran los walones, no reinarán los Borbones».
Viernes Santo | 28 de marzo de 1766
La llegada a Madrid del conde de Aranda, que se convirtió en el hombre fuerte del Gabinete, tranquilizó a Carlos III. Sin embargo, el Consejo de Castilla,
temiéndose una nueva revuelta popular, dado que el rey no había vuelto
como se le pedía en el octavo punta de la carta reivindicativa, hizo
pública una nota recordando «la seguridad ofrecida por S.M.», recalcando que no se había dado orden de que «viniese artillería o tropa extranjera», según el rumor que corría por Madrid. El rey todavía temía al pueblo y no se decidía a regresar a la capital.
Sábado de Gloria | 29 de marzo de 1766
Por lo que pudiera pasar, Grimaldi también dispuso que un regimiento de caballería se apostase en los pasos de la Sierra de Guadarrama, único camino para acceder a la ciudad de Madrid desde
el norte, pues habían llegado a la capital noticias de levantamientos
también en Cuenca, Zaragoza, Barcelona, Sevilla, Cádiz, Lorca,
Cartagena, Elche, La Coruña, Oviedo, Santander, Vizcaya y Guipúzcoa.
Domingo de Resurrección | 30 de marzo de 1766
Las calles de Madrid amanecen
silenciosas. La tranquilidad y el sosiego han vuelto a sus vías y
plazas. Los vecinos y vecinas madrileños asisten con recogimiento en las
iglesias a los últimos oficios de la Semana Santa de 1766 como cualquier año, como si nada hubiera ocurrido durante los días precedentes. El ‘Motín de Esquilache’ ha concluido.
El epílogo del ‘Motín de Esquilache’
Después del ‘Motín de Esquilache’, al frente del gobierno de España se alzó un nuevo equipo conocido como los albistas o partido aragonés, en el que se contaban influyentes españoles como Campomanes y Floridablanca, aunque todavía figurasen italianos como Grimaldi.
El nuevo equipo llevó adelante importantes reformas de orden interno, quizá menos espectaculares que las llevadas a cabo por Esquilache, pero más profundas y mejor pensadas desde el punto de vista de su viabilidad. Así pues, el ‘Motín de Esquilache’ y los motines que le siguieron no detuvieron el ímpetu reformista de Carlos III.
El conde de Aranda consiguió lo que el marqués de Esquilache
no había conseguido: erradicar la capa larga y el sombrero de ala
ancha. Para ello convenció primero a los influyentes representantes de
los 5 Gremios Mayores Madrileños para que sus miembros adoptaran la
nueva vestimenta. Después, en octubre de 1766, Aranda convenció también a los representantes de los 53 Gremios Menores de las bondades del nuevo atuendo.
Por último, haciendo gala de un maquiavelismo muy particular, Aranda dispuso que los verdugos del Reino usaran
como vestimenta y uniforme de su despreciable oficio precisamente la
capa larga y el chambergo. Esta fue la puntilla para que las clases
populares, imitando a funcionarios, hombres acomodados y nobles, y
alejándose de los despreciados verdugos, cambiase gradualmente de
indumentaria de forma pacífica y para siempre.
Hola. Entiendo que habéis copiado al pie de la letra este artículo, con fotos y todo. Aunque fue publicado originalmente en Pongamos que Hablo de Madrid. Y, al menos, deberías citar la fuente. Gracias.
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