Algunas 
imágenes son tan familiares que nunca se miran bien, y aunque se 
ofrezcan a la mirada del espectador abiertas a un escrutinio más 
detenido, en el plano más profundo y lleno de sentido siguen siendo 
libros completamente cerrados. Así ocurre con La Última Cena de 
Leonardo... y aunque parezca mentira, con casi todas las demás obras 
suyas que han llegado hasta nosotros.
Fue la obra
 de Leonardo (1452-1519), ese genio atormentado del Renacimiento 
italiano, la que nos puso en la senda que acabó por conducirnos a unos 
descubrimientos tan estremecedores en cuanto a sus consecuencias, que al
 principio nos parecía imposible que les hubiera pasado desapercibido a 
generaciones enteras de estudiosos lo que finalmente resaltó ante 
nuestra sorprendida mirada, e increíble que una información tan 
explosiva hubiese permanecido tanto tiempo esperando pacientemente a ser
 descubierta por unos autores como nosotros, ajenos a las escuelas 
oficiales de la investigación histórica o religiosa.
Así que 
vamos a reseguir la historia por sus pasos contados y regresamos a La 
Última Cena para mirarla con otros ojos. No es el momento ahora para 
situarnos en el contexto conocido de los postulados de la Historia del 
arte. Queremos verla tal como la vería un recién llegado completamente 
ignorante de esa imagen tan archiconocida. Que las escamas de los 
conceptos previos caigan de nuestros ojos y la miremos de verdad, como 
si fuese la primera vez en nuestra vida.
El 
personaje central, por supuesto, es Jesús, a quien Leonardo menciona 
bajo el nombre de «el Redentor» en sus notas de trabajo (pero el lector 
queda advertido de que no debe dar nada por sabido, por más obvio que 
parezca). Está en actitud contemplativa y mira hacia abajo y un poco 
hacia su propia izquierda, las manos extendidas al frente sobre la mesa,
 como si ofreciese algo al espectador. Como ésta es la Última Cena en 
que, según nos enseña el Nuevo Testamento, Jesús instituyó el sacramento
 del pan y del vino, de los cuales invita a sus seguidores que coman y 
beban diciendo que son su carne y su sangre. sería razonable buscar 
algún cáliz o copa de vino delante de él, abarcado por el ademán de 
ofrecimiento.
Al fin y al
 cabo, para los cristianos esta cena antecede inmediatamente a la pasión
 de Jesús en el huerto de Getsemaní, donde reza con fervor rogando «que 
pase de mí este cáliz» (otra alusión al paralelismo vino-sangre), y 
también a su crucifixión, en la que murió derramando su sangre por la 
redención de toda la humanidad. Pero no hay vino delante de Jesús, y 
apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa. ¿Acaso tienen razón 
los artistas que dicen ser un gesto vacío el de esas manos abiertas?
Visto que 
apenas hay vino, quizá no sea casualidad que tampoco se hayan partido 
muchos de los panes que vemos sobre la mesa. Y puesto que el mismo Jesús
 identificó el pan con su propio cuerpo que sería partido en el supremo 
sacrificio, ¿se nos está comunicando algún mensaje sutil en cuanto a la 
verdadera naturaleza de los padecimientos de Jesús?
Hasta aquí 
la punta del iceberg de la heterodoxia representada en este cuadro. En 
el relato bíblico el joven Juan, al que llaman «el amado del Señor», se 
halla tan cerca de Jesús físicamente que incluso apoya la cabeza sobre 
el pecho del Maestro. Pero en la representación de Leonardo no hay tal, 
la figura no se reclina según indica el «apunte» bíblico, sino que se 
aparta del Redentor hacia la derecha de éste con exageración, o casi 
diríamos con coquetería; pero aún no hemos terminado con este personaje.
 A quien contemplase por primera vez este cuadro podría disculpársele 
alguna incertidumbre peculiar en relación con el supuesto Juan.
Pues si 
bien es cierto que cuando el artista quería representar la suprema 
belleza masculina con arreglo a sus propias predilecciones solía elegir 
un canon algo afeminado, sin duda lo que estamos mirando aquí es una 
mujer. Toda la figura es sorprendentemente femenina; por más que la 
pintura sea antigua y esté deteriorada, ahí están todavía las manos 
pequeñas y bien formadas, los rasgos del semblante finos y armoniosos, 
el pecho femenino sin discusión y el collar de oro. La mujer, pues 
estamos seguros de que lo es, viste además ropas que la señalan como 
alguien especial. Son el reflejo invertido de la indumentaria del 
Redentor, ya que vemos una túnica azul con manto rojo a un lado, y una 
túnica roja con manto azul al otro, siempre dentro del mismo corte y 
estilo. Ningún otro comensal lleva unas prendas tan similares a las de 
Jesús, pero también es cierto que no hay ninguna otra mujer.
Si nos 
fijamos en la composición general, lo más destacado es la configuración 
que describen Jesús y la mujer: una gran «M» muy abierta, casi como si 
estando literalmente unidos por la cadera hubiesen sufrido una 
separación, o se hubiesen 
apartado de
 manera voluntaria. Que sepamos, ningún estudioso ha dicho nunca que ése
 fuese un personaje femenino, ni mencionan la «M» de la composición. Tal
 como hemos averiguado en nuestros estudios sobre él, Leonardo fue un 
excelente 
psicólogo y
 le divertía presentar imágenes altamente heterodoxas a los patronos que
 le encargaban una pintura religiosa convencional. Sabía que les podía 
enseñar la más escandalosa de las herejías y la contemplarían sin que 
nada conturbase su ánimo; por lo general los espectadores sólo vemos lo 
que teníamos previsto ver.
Si le 
encargan a uno que pinte una escena convencional de los Evangelios y lo 
que uno ofrece guarda un parecido superficial con esa escena, nadie se 
fijará en el dudoso simbolismo. Sin embargo Leonardo debió de tener la 
esperanza de que otros, tal vez los que participaban de su inhabitual 
interpretación del mensaje neotestamentario, o algún día en algún lugar,
 unos observadores imparciales pararían mientes en la imagen de la 
misteriosa mujer señalada por la «M» y se harían las preguntas obvias. 
¿Quién era la tal «M», y por qué era tan importante? ¿Por qué 
arriesgaría Leonardo su reputación, e incluso la vida en aquellos 
tiempos de activo funcionamiento de los quemaderos, al incluir dicho 
personaje en una escena tan fundamental para los cristianos?
Quienquiera
 que fuese, su destino se intuye bastante menos que seguro, porque el 
canto de una mano amenaza ese cuello graciosamente inclinado. También el
 Redentor se ve amenazado por un índice rígido que apunta hacia arriba, 
prácticamente delante de su cara. Pero tanto Jesús como «M» aparecen 
desentendidos de esos ademanes hostiles, visiblemente sumergidos en los 
mundos de sus propios pensamientos, tranquilos y sosegados cada uno a su
 manera. Todo indica que se está utilizando un simbolismo secreto, no 
sólo para advertir de sus respectivos destinos a Jesús y a su compañera 
femenina, sino también para participar (o recordar) al observador cierta
 información que no puede publicarse de otro modo, porque sería 
demasiado peligroso.
¿Utiliza 
Leonardo esta pintura para transmitir alguna creencia secreta que sería 
poco menos que demencial compartir con el público de cualquier manera 
más explícita? ¿Es posible que dicha creencia lleve un mensaje más allá 
del círculo inmediato de sus seguidores, tal vez hasta nosotros mismos, 
hoy día?
Sigamos 
contemplando esta asombrosa obra. A la derecha según el observador vemos
 un hombre corpulento y barbudo que se dobla casi en dos para hablar al 
último discípulo de ese lado de la mesa. Está totalmente vuelto de 
espaldas al Redentor. Comúnmente se admite que este personaje, Tadeo o 
Judas, es un autorretrato de Leonardo.
Pero los 
pintores del Renacimiento nunca pintaron nada por casualidad, ni sólo 
porque hiciera bonito, y del profesional que nos ocupa sabemos además 
que era muy aficionado al double entendre visual. (Su preocupación por 
elegir modelo adecuado para cada discípulo se detecta en la sarcástica 
proposición de hacer posar al incordiante prior del convento de Santa 
Maria para el retrato de Judas el traidor.) ¿Por qué se pintó Leonardo a
 sí mismo dando la espalda a Jesús?
Pero aún 
hay más. Una mano anómala apunta con una daga al estómago del discípulo 
situado detrás del personaje más próximo a «M». Por mucho trabajo que 
demos a la imaginación es imposible que esa mano pertenezca a ninguno de
 los comensales, ya que ni forzando la postura ninguno de los 
circunstantes puede esgrimir la daga en ese lugar.
Pero lo más
 asombroso de esa mano desencarnada es no tanto su presencia, como el 
hecho de que en todas nuestras lecturas acerca de Leonardo apenas la 
hallamos aludida un par de veces, y aun con una curiosa reticencia a 
admitir que haya nada extraño. Tal como sucede con el san Juan que en 
realidad es una mujer, nada nos parece más obvio ni más extravagante una
 vez nos lo indican, pero por lo general estos detalles desaparecen por 
completo de la vista y la mente del observador, sencillamente porque son
 demasiado extraordinarios y chocantes.
Se nos ha 
dicho a menudo que Leonardo era un buen cristiano cuyos cuadros 
religiosos reflejaban la profundidad de su fe. Como vamos conociendo, al
 menos uno de ellos incluye una imaginería sumamente dudosa desde el 
punto de vista de la ortodoxia cristiana. Y nuestras investigaciones 
ulteriores, como veremos, revelan que nada tan lejos de la verdad como 
la idea de que Leonardo fuese un verdadero creyente... si por tal 
entendemos que creyera en ninguna forma aceptada o aceptable del 
cristianismo.
Ya los 
rasgos curiosos y anómalos que hemos hallado en una sola de sus obras 
parecen querer decirnos que hay una segunda lectura en esa escena 
bíblica tan conocida, otro mundo de creencias más allá del aspecto 
aceptado de esa imagen congelada en un muro del siglo XV, cerca de 
Milán.
Cualquiera 
que sea el significado de esas inclusiones heterodoxas, indudablemente 
son incompatibles con la doctrina oficial y éste es un punto que 
conviene resaltar. Aunque en sí no parecerá nada nuevo a los 
materialistas racionalistas actuales, que consideran a Leonardo como el 
primero que tuvo verdadera mentalidad científica, como un hombre que no 
prestaba atención a las supersticiones ni a la religión bajo ninguna de 
sus formas, y como la propia antítesis de todo misticismo u ocultismo. 
Pero tampoco éstos ven mas allá de sus narices.
Porque 
pintar la Última Cena sin una cantidad significativa de vino es como 
pintar el momento culminante de una coronación y omitir la corona; al 
dejarse este detalle esencial, o ha fracasado por completo el artista o 
da a entender que pinta otra cosa muy distinta de lo que parece.
A tal 
extremo que nos lo señala como un hereje, nada menos: como alguien que 
sí tenía creencias religiosas, pero éstas se hallaban en contradicción y
 quién sabe si en guerra con las de la ortodoxia cristiana. Y también 
otras obras de Leonardo, como fuimos descubriendo, subrayan sus 
peculiares obsesiones heréticas con ayuda de una imaginería coherente y 
meticulosamente aplicada, lo cual seguramente no habría sucedido si el 
artista fuese un incrédulo atento sólo a ganarse la vida. Esas 
inclusiones y esos símbolos que nadie le había encargado eran mucho, 
mucho más que la reacción humorística del escéptico frente a semejante 
encargo. No era lo mismo que, digamos, pintar un san Pedro con nariz de 
payaso. Lo que estamos viendo en la Última Cena y las demás obras es el 
código secreto de Leonardo da Vinci, y creemos que tiene una 
sorprendente actualidad en relación con el mundo de hoy.
Se podrá 
argumentar que, creyera lo que creyera Leonardo, no sería más que el 
capricho de un solo hombre, y lo que es más, de un hombre notoriamente 
raro, que fue en vida un amasijo de contradicciones. Tal vez era, como 
se ha dicho, un solitario, pero sabía organizar y animar las fiestas 
como nadie; despreciaba las supersticiones, pero se han encontrado en 
sus cuentas anotaciones de honorarios pagados a astrólogos; era 
vegetariano y muy cariñoso con los animales, pero su ternura raras veces
 se extendió a la raza humana cuando practicaba disecciones de cadáveres
 obsesionado por estudiar la anatomía, y asistía a las ejecuciones 
públicas para observar la agonía de los condenados; era un pensador 
profundo pero se 
complacía inventando acertijos, adivinanzas pueriles y bromas pesadas.
Ante una 
personalidad tan complicada, es fácil pensar que sus opiniones 
particulares en materia de religión y filosofía quizá fueron algo o muy 
excéntricas. Por este motivo nos hallaríamos tentados a desdeñar sus 
posibles ideas heréticas como cosa desprovista de importancia para 
nosotros. Y si bien se admite generalmente que Leonardo fue hombre de 
inmenso talento, la vanidad de nuestro siglo «moderno» tal vez resta 
importancia a sus conocimientos. Al fin y al cabo, cuando él nació 
apenas acababa de inventarse la imprenta. Un inventor solitario de una 
época tan atrasada, ¿puede tener algo que ofrecer a un mundo que se 
mantiene continuamente informado navegando por la Red, y que es capaz de
 comunicarse por teléfono o fax, en cuestión de segundos, con gentes de 
otros continentes que ni siquiera habían sido descubiertos en aquella 
época?
A esto se 
puede contestar de dos maneras. La primera, y usando una paradoja, que 
Leonardo no fue un genio de los del montón. Muchos saben que dibujó 
máquinas voladoras y primitivos tanques militares, pero algunos de sus 
inventos fueron tan inconcebibles en la época que algunos estudiosos un 
poco inclinados a lo fantástico han llegado a sugerir si tuvo visiones 
del futuro. Su dibujo de una bicicleta, por ejemplo, no fue descubierto 
sino hacia finales de los años sesenta.
Pero, a 
diferencia de los ridículos armatostes que han ido marcando la evolución
 real de la bicicleta desde la época victoriana, la bicicleta de 
Leonardo tenía ya las dos ruedas de igual tamaño y mecanismo de 
transmisión por cadena y piñón. Aunque hay una pregunta más intrigante 
que el dibujo en sí, y es qué motivos podía tener él para inventar una 
bicicleta. Porque la humanidad siempre ha tenido el afán de volar como 
las aves, pero no deja de causar extrañeza el deseo de pedalear por los 
caminos de entonces, bastante menos que perfectos, en precario 
equilibrio sobre dos ruedas (y además no figura en ninguna leyenda 
clásica, a diferencia del vuelo). Da Vinci predijo también el teléfono, 
entre otras muchas pretensiones futuristas a la fama.
Admitiendo 
que Leonardo fuese incluso más genial de lo que conceden los libros de 
Historia, queda todavía la cuestión de si supo algo que pudiese ejercer 
una influencia importante por significado o por difusión cinco siglos 
después. Con más motivo podríamos preguntarnos qué relevancia tienen 
para nuestro tiempo y lugar las enseñanzas de un rabí del siglo I, pero 
prescindamos de eso, porque también es cierto que algunas ideas son 
universales y eternas, y la verdad, si se logra descubrirla o definirla,
 esencialmente nunca pierde vigencia por más siglos que transcurran.
Sin embargo
 lo que nos interesó de Leonardo no fue su filosofía (declarada o 
tácita) ni su arte. Sino la más paradójica de sus obras, la que gozando 
de una fama extraordinaria se conoce menos: ésa fue la que nos lanzó a 
una profunda investigación sobre Leonardo. Como hemos detallado en 
nuestro libro anterior, fue el Maestro quien confeccionó el falso Santo 
Sudario, del que durante mucho tiempo se creyó que había recibido 
milagrosamente la impronta con la imagen de Jesús en el momento de su 
muerte.
En 1988 la 
prueba del carbono 14 demostró que la impostura debió de ser obra de un 
puñado de creyentes fanáticos de finales de la Edad Media o principios 
del Renacimiento; no obstante para nosotros la imagen seguía siendo muy 
digna de atención, y aun es poco decir. Predominaba en nuestras mentes 
el problema de la identidad del impostor, pues el creador de semejante 
«reliquia» no podía por menos que ser un genio.
El Santo 
Sudario, y esto lo reconocen cuantos han escrito acerca de él, tanto a 
favor como en contra de su autenticidad, se comporta como una 
fotografía. Es decir, que tiene un curioso aspecto de negativo 
fotográfico, lo cual significa que no se ven a simple vista sino unas 
manchas, y sólo al positivarlo invirtiendo los valores de claro y oscuro
 se manifiesta la imagen que contiene. Como no se conoce ninguna obra de
 pintor ni calco funerario que presente tal efecto, éste se interpreta 
por parte de los partidarios de la autenticidad como la prueba de su 
origen milagroso. En cambio nosotros hemos descubierto que la imagen de 
la Sindone se comporta como una fotografía precisamente porque lo es.
Pues sí, 
aunque parezca increíble de entrada, el Sudario de Turín es una 
fotografía. Nosotros, con la ayuda de Keith Prince, hemos reconstruido 
la técnica original que creemos se utilizó, y somos los primeros que 
hemos logrado reproducir características del Sudario para las cuales 
hasta ahora nadie había encontrado explicación. Y aunque los defensores 
de la hipótesis milagrosa decían que no era factible, lo hicimos con 
medios sumamente sencillos. Utilizamos una cámara oscura (en esencia, un
 cajón con un agujero de muy pequeño diámetro), una tela impregnada con 
una capa fotosensible en la que utilizamos productos que podían 
conseguirse fácilmente en el siglo XV, y una larga y paciente 
exposición.
Aunque eso 
sí, el asunto de nuestro experimento fotográfico fue un busto femenino 
de escayola, muy lejos de la categoría del modelo original. Pues, aunque
 la cara que aparece en la Sindone no sea, como muchos han afirmado, la 
de Jesús, evidentemente es el semblante del mismo impostor. En resumen, 
el sudario de Turín es, entre otras muchas cosas, una fotografía de 
quinientos años de antigüedad y el retratado no es otro sino Leonardo da
 Vinci.
Ahora bien,
 y pese a algunas afirmaciones más bien curiosas en contrario, eso no 
pudo ser obra de un devoto creyente cristiano. El Sudario de Turín, una 
vez positivado, muestra lo que parece ser el cuerpo martirizado y 
ensangrentado de Jesús. Vamos a recordar aquí que ésa no es una sangre 
vulgar, sino el propio vehículo de la redención humana. A nuestro modo 
de ver, nadie que se atreviese a falsificar dicha sangre podría ser 
considerado un creyente... como tampoco sería posible tener el mínimo 
respeto por la persona de Jesús y suplantar la imagen de éste por la de 
uno mismo. Leonardo hizo lo uno y lo otro con meticulosa habilidad y, 
sospechamos, con cierto regocijo secreto.
Desde 
luego, le constaba que la supuesta imagen de Jesús —pues nadie llegaría a
 darse cuenta de que se trataba del propio artista florentino—, estaba 
destinada a ser venerada por un gran número de peregrinos, incluso en 
vida de él mismo. Por lo que sabemos, bien pudo quedarse a un lado, de 
incógnito, contemplando el espectáculo: eso cuadraría muy bien con lo 
que conocemos de su carácter.
Pero, 
¿sería capaz de imaginar siquiera el número aproximado de peregrinos que
 se persignarían delante de su imagen en el decurso de los siglos? ¿Que 
algunas personas inteligentes se convertirían al cristianismo después de
 haber visto ese rostro bello y atormentado? ¿Pudo prever que la idea 
vigente en la cultura occidental en cuanto al aspecto físico de Jesús 
iba a quedar en buena parte determinada por la imagen de la Sindone? 
¿Que algún día millones de personas de todo el mundo reverenciarían la 
imagen de un herético homosexual del siglo XV en lugar de su Dios amado,
 y que literalmente Leonardo da Vinci iba a convertirse en la figuración
 de Jesucristo?
Nos parece 
que el Sudario no anda lejos de haber sido la superchería más ofensiva 
de la Historia, así como la más creída. Pero, aunque haya engañado a 
millones de personas, hay ahí algo más que un homenaje al arte de la 
broma de mal gusto. Creemos que Leonardo aprovechó la oportunidad de 
crear la reliquia cristiana más impresionante como vehículo para dos 
cosas: una técnica innovadora, y la puesta en clave de una creencia 
herética.
En aquella 
época paranoica y supersticiosa habría sido demasiado peligroso el 
publicar esa primitiva técnica fotográfica, y los acontecimientos no 
tardarían en corroborarlo. Sin duda Leonardo se divirtió cuando tomaba 
sus disposiciones para asegurarse de que su prototipo fuese conservado 
amorosamente por el mismo clero al que detestaba. Naturalmente también 
es posible que esa custodia eclesial se haya producido por simple 
coincidencia, como un capricho más del destino en un caso ya de por sí 
memorable. Pero nos parece que responde más bien a una pasión de control
 total que era peculiar de Leonardo, y en este caso, como vemos, quiso 
llevarla mucho más allá de la tumba.
Además de 
ser un fraude y la obra de un genio, el Sudario de Turín presenta 
ciertos símbolos que subrayan las obsesiones particulares del mismo 
Leonardo y que también aparecen en otras obras, éstas más generalmente 
aceptadas como suyas. Por ejemplo, en la base del cuello del personaje 
que estuvo envuelto en el Sudario hay una clara línea de discontinuidad.
 Cuando se convierte la imagen completa en un «mapa de contorno» usando 
las técnicas computarizadas más modernas, vemos que la línea define la 
base de la imagen de la cabeza por delante, a lo cual sigue una 
indefinición, digamos, un espacio sin imagen, y luego ésta vuelve a 
concretarse en la parte superior del tórax.
Nos parece 
que ello obedece a dos causas. La primera es puramente práctica, porque 
la imagen frontal es un montaje. El cuerpo es verdaderamente el de un 
crucificado, y el rostro es el de Leonardo, así que esa línea de 
discontinuidad indica, tal vez necesariamente, el «empalme» de las dos 
imágenes. Pero en este caso el falsificador era un maestro del oficio y 
le habría resultado fácil difuminar o repintar la reveladora línea de 
separación. Pero ¿y si en realidad Leonardo no quiso quitarla? ¿Y si la 
dejó deliberadamente, como referencia destinada a quienes tuviesen «ojos
 para ver»?
Por otra 
parte, ¿qué concebible herejía puede transmitir el Sudario de Turín, ni 
aunque esté en clave? Sin duda hay un límite para los símbolos que sea 
posible ocultar en la sencilla y cruda imagen de un crucificado 
desnudo... y que además, ha sido analizada por muchos de los mejores 
científicos utilizando el instrumental más perfeccionado. Aunque 
volveremos sobre esta cuestión a su debido tiempo, adelantemos aquí que 
es posible contestar a estas preguntas considerando desde una 
perspectiva nueva dos aspectos principales de la imagen.
El primero 
guarda relación con la abundancia de sangre que parece haber corrido por
 los brazos de Jesús, detalle que contradice a primera vista la ausencia
 simbólica del vino en la pintura de la Última Cena, pero que refuerza 
de hecho ese punto concreto. El segundo se refiere a la línea de 
delimitación tan obvia entre la cabeza y el cuerpo, como si hubiese 
querido Leonardo aludir a una decapitación... Pero Jesús no fue 
decapitado, que sepamos, y la imagen es un montaje. Se nos está diciendo
 que consideremos las imágenes de dos personajes diferentes, pero que 
estuvieron íntimamente relacionados de alguna manera. Si admitimos esto,
 no obstante, ¿por qué se colocaría al decapitado «por encima» del 
crucificado?
Como 
veremos, esta pista de la cabeza cortada en el Sudario de Turín no viene
 sino a reforzar los símbolos de otras muchas obras de Leonardo. Hemos 
observado ya cómo el anómalo personaje femenino «M» de la Última Cena 
parece amenazado por una mano que hace el gesto de cortar su esbelto 
cuello, y cómo también el mismo Jesús es amenazado por un índice 
levantado delante de su rostro en un ademán que parece de advertencia, o
 quizás es un recordatorio, o ambas cosas a la vez. En la obra de 
Leonardo, el índice levantado es siempre, en todos los casos, una 
alusión directa a Juan el Bautista.
Este santo,
 el supuesto precursor de Jesús, el que anunció al mundo «éste es el 
Cordero de Dios», y dijo de sí mismo que no era digno siquiera de 
desatarle las sandalias, fue de suprema importancia para Leonardo, si 
juzgamos por su omnipresencia en la obra conservada. Obsesión en sí 
misma bien curiosa, tratándose de un hombre que, según nos dicen los 
racionalistas modernos, nunca tuvo en demasiada estima la religión. Si 
los personajes y las tradiciones del cristianismo no significaban nada 
para él, difícilmente habría dedicado tanta atención y trabajo a un 
santo determinado, como lo hizo con el Bautista.
Una y otra 
vez vemos en Juan la influencia dominante de la vida de Leonardo, tanto a
 nivel consciente, en sus obras, como en el plano sincrónico de las 
coincidencias que rodearon esa vida. Casi como si el Bautista le hubiera
 seguido a todas partes. Por ejemplo, es el santo patrono de su estimada
 ciudad de Florencia, y también le está consagrada la catedral de  Turín
 donde se expone la reliquia del Santo Sudario. Y la última pintura de 
Leonardo, la que se encontró en su cámara mortuoria junto con la Mona 
Lisa y nadie reclamó, representaba a Juan el Bautista, lo mismo que la 
única escultura suya que ha llegado hasta nosotros (y que ejecutó a 
medias con Giovan Francesco Rustici, un notorio ocultista).
Ese dedo 
índice levantado —que vamos a llamar «el gesto de Juan»— aparece también
 en un cuadro de Rafael, La Academia de Atenas (1509). Aquí es el 
venerable personaje de Platón quien hace el ademán, pero teniendo en 
cuenta las circunstancias la alusión no es tan misteriosa como cabría 
suponer. En realidad el modelo que posó como Platón no fue otro sino el 
mismo Leonardo y le vemos haciendo un gesto que además de ser en alguna 
manera suyo característico, sin duda tenía un profundo significado para 
él (y posiblemente también para Rafael y otros de su círculo).
Por si 
alguien cree que estamos exagerando la importancia de lo que hemos 
llamado «el gesto de Juan», veamos otros ejemplos en la obra de 
Leonardo.
Aparece en 
varias pinturas suyas y, como hemos dicho, siempre tiene el mismo 
significado. En su Adoración de los Magos, empezada en 1481 pero nunca 
terminada, el ademán lo exhibe un espectador anónimo que está detrás de 
un promontorio sobre el cual crece un algarrobo. Cuando uno contempla el
 cuadro difícilmente se fija en este personaje, ya que la atención se 
dirige inevitablemente hacia lo que uno creería es el tema principal, es
 decir, corno sugiere el título, la adoración de la Sagrada Familia por 
parte de los «sabios de Oriente», o magos.
La Virgen, 
bella y en actitud ensimismada, con el niño Jesús sobre la rodilla, no 
ha recibido color y tiene un aspecto insípido. Los magos se arrodillan 
para ofrecer los presentes que le llevan al niño, mientras se arremolina
 al fondo una  multitud que suponemos ha acudido también para rendir 
homenaje a la madre y al niño. Pero, al igual que la Última Cena, esta 
pintura sólo superficialmente es cristiana y vale la pena echarle una 
ojeada más detenida.
Nadie dirá 
que los adoradores del primer término sean ejemplos de salud y belleza. 
Flacos, casi cadavéricos, las manos se alzan pero no en gesto de 
reverencia sino casi como garras de pesadilla dirigidas hacia la pareja 
central. Los magos traen sus regalos, pero sólo dos de los tres 
legendarios. Vemos que ofrecen incienso y mirra, pero falta el oro. Para
 un observador de la época de Leonardo el oro significaba, además de 
fortuna inmediata, la realeza, y eso es lo que no se le ofrece a Jesús.
Cuando 
miramos detrás de la Virgen y de los magos vemos un segundo grupo de 
adoradores. Éstos parecen mucho más sanos y normales, pero si nos 
fijamos bien observaremos que no miran a la Virgen ni al niño para nada.
 Parece como si la veneración se dirigiese a las raíces del algarrobo, 
detrás del cual hay un hombre haciendo «el gesto de Juan». Y el 
algarrobo se halla tradicionalmente asociado a... Juan el Bautista.
En el 
ángulo inferior derecho del cuadro hay un joven deliberadamente vuelto 
de espaldas a la Sagrada Familia. Existe coincidencia en que se trata 
del mismo Leonardo, pero la explicación que se propone comúnmente para 
su actitud es algo floja: que el artista se juzgaba indigno de mirarla 
de frente. Pues sabemos que Leonardo no simpatizaba con la Iglesia; 
además su autorretrato como Tadeo o Judas en la Última Cena también se 
aparta significativamente del Redentor, como viniendo a subrayar una 
reacción emocional muy fuerte en cuanto a los personajes centrales del 
relato cristiano. Y puesto que Leonardo nunca fue un paradigma de 
devoción, ni de modestia, no es verosímil que tal reacción le fuese 
inspirada por un exceso de humildad ni de reverencia.
Volviendo 
al hermoso e inquietante boceto de La Virgen y el Niño con Santa Ana 
(1501), que tiene la fortuna de poseer la londinense National Gallery, 
de nuevo hallamos elementos que deberían sorprender al observador 
—aunque rara vez  ocurre— con sus implicaciones subversivas. El dibujo 
presenta a la Virgen y el Niño con santa Ana (la madre de María) y Juan 
Bautista niño. A lo que parece, el niño Jesús está bendiciendo a su 
primo Juan, quien mira hacia arriba con expresión meditativa, mientras 
santa Ana contempla fijamente y de cerca el semblante ensimismado de su 
hija... y hace el «gesto de Juan», pero con mano curiosamente grande y 
masculina.
Ahora bien,
 ese índice alzado se eleva por encima de la diminuta mano de Jesús que 
bendice, como dominándola en sentido literal y también metafórico. Y 
aunque la Virgen está sentada en una postura muy incómoda, casi «a la 
jineta», como montaban antiguamente las mujeres, en realidad la postura 
más extraña es la de Jesús, a quien sostiene la Virgen casi como 
empujándole a bendecir, como si le hubiese traído al cuadro sólo para 
que lo hiciera pero apenas consiguiera retenerlo allí. Mientras tanto 
Juan se apoya tranquilamente contra la rodilla de santa Ana, bastante 
ajeno al honor con que se le distingue. ¿Es verosímil que la misma madre
 de la Virgen esté recordándole algún secreto relacionado con Juan?
Según la 
nota que publica la National Gallery, algunos expertos en arte a los que
 extraña el aspecto juvenil de santa Ana y la anómala presencia de Juan 
el Bautista especulan si la obra no representa en realidad a María con 
su prima Isabel... la madre de Juan. Lo cual parece plausible, y si 
ellos tienen razón, corrobora el argumento.
La aparente
 inversión de los papeles habituales de Jesús y de Juan se ve asimismo 
en una de las dos versiones de la Virgen de las Rocas que debemos a 
Leonardo. Los historiadores del arte nunca han explicado 
satisfactoriamente por qué hay dos versiones, una de las cuales se 
expone actualmente en la National Gallery de Londres, y la otra, mucho 
más interesante para nosotros, en el Louvre de París.
El encargo 
originario lo hizo una cofradía llamada de la Inmaculada Concepción, e 
iba a servir como imagen central de un tríptico para el altar de la 
capilla que tenía dicha hermandad en la iglesia de San Francisco Mayor 
de Milán (los laterales del tríptico se encargaron a otros pintores).9 
El contrato, fechado el 25 de abril de 1483, todavía existe y arroja una
 interesante luz sobre la obra encargada... y la que recibieron en 
realidad los cofrades.
En el 
documento se especifican con claridad la forma y las dimensiones de la 
pintura, lo cual era de rigor porque el marco del tríptico ya existía. 
Lo curioso es que las dos versiones terminadas por Leonardo cumplen la 
especificación, así que no sabemos por qué repitió el encargo. Pero 
podemos aventurar una suposición acerca de esas interpretaciones 
divergentes, y no tiene mucho que ver con el perfeccionismo y sí con la 
percepción de la potencia explosiva de lo realizado.
En el 
contrato se especifica también el tema de la pintura. Se trataba de 
representar un acontecimiento que no figura en los Evangelios, pero 
estaba presente en la leyenda cristiana desde hacía mucho tiempo. Es el 
relato de cómo, durante la huida a Egipto, José, María y el niño Jesús 
se refugiaron en una cueva del desierto, donde hallaron al infante Juan 
Bautista bajo la protección del arcángel Uriel.
La 
intención de esta leyenda estriba en solucionar una de las dudas más 
obvias y más molestas que plantea el relato del bautismo de Jesús 
conforme a los Evangelios. ¿Qué necesidad tenía Jesús de bautizarse si 
había nacido exento de pecado, y siendo así que ese rito es una ablución
 simbólica mediante la cual se limpia uno de sus pecados y se compromete
 a vivir santamente en el futuro? ¿Por qué el Hijo de Dios iba a 
someterse a un evidente acto de autoridad por parte del Bautista?
La leyenda 
refiere que durante el encuentro fortuito entre los dos santos infantes,
 Jesús le concedió a su primo Juan autoridad para que le bautizara 
cuando ambos fuesen mayores. Por varias razones nos parece una ironía de
 la Historia que la cofradía confiase tal asunto precisamente a 
Leonardo, pero también podemos sospechar que éste quedó encantado con el
 encargo... para hacer de él una interpretación exclusivamente suya, al 
menos en una de las versiones. 
De acuerdo 
con las costumbres de la época, los cofrades solicitaban una pintura 
vistosa y fastuosa, con dorados de pan de oro y muchos querubines y 
espíritus de profetas veterotestamentarios como relleno. Pero lo que 
recibieron fue bastante distinto, a tal punto que se estropearon las 
relaciones entre ellos y el pintor, y todo culminó en un pleito que se 
arrastró durante más de veinte años.
Leonardo 
eligió representar la escena con el mayor realismo posible y sin 
personajes ajenos. Él no quería querubines gordezuelos ni severos 
profetas bíblicos anunciadores de desgracias. En efecto casi diríamos 
que practicó un reduccionismo excesivo en cuanto a las dramatis 
personae, ya que no aparece san José para nada aunque el cuadro 
supuestamente pinta la huida de la Sagrada Familia a Egipto.
 La versión
 del Louvre, que fue la primera, presenta a una Virgen con túnica azul 
que rodea con su brazo protector a un niño, mientras que el otro infante
 forma grupo con Uriel. Lo curioso es que los dos niños parecen 
idénticos, y más curioso todavía, el que está con el ángel bendice al 
otro, y es el niño de María quien se arrodilla sumisamente. Por eso los 
historiadores del arte han supuesto que Leonardo, cualesquiera que 
fuesen sus motivos, eligió colocar el niño Juan al lado de María. Al fin
 y al cabo no hay etiquetas que identifiquen a los personajes, y sin 
duda el niño con más autoridad para bendecir era Jesús.
Hay otras 
interpretaciones de este cuadro, sin embargo, que no sólo sugieren 
mensajes subliminales de gran intensidad y nada ortodoxos, sino además 
refuerzan los códigos utilizados por Leonardo en otras obras. Tal vez el
 parecido de los dos niños sugiere en este caso la idea de que Leonardo 
trató de confundir deliberadamente sus identidades, él sabría por qué. Y
 si bien María abraza en ademán de protección al niño Juan, según se 
admite generalmente, en cambio la derecha se alarga sobre la cabeza de 
«Jesús» en un gesto que casi parece de hostilidad, o lo que Serge 
Bramly, en su reciente biografía de Leonardo, describe como «evocación 
de los espolones de un águila».
Uriel 
apunta enfrente, al niño de María, pero la enigmática mirada se dirige 
hacia el observador, lo cual también es significativo puesto que se 
aparta de la Virgen y el niño. Lo más admisible y fácil sería 
interpretar el ademán y la postura como un señalamiento de cuál de ellos
 es el Mesías, pero hay otras posibles explicaciones.
¿Qué pasa 
si el niño que está con María en la versión del Louvre de la Virgen de 
las Rocas es Jesús, como parecería lo más lógico, y el otro, el que está
 con Uriel, es Juan? Recordemos que en ese caso, Juan bendice a Jesús y 
éste se somete a la autoridad de aquél. Uriel, en su función especial 
como protector de Juan, ni siquiera tiene por qué mirar a Jesús. Y 
María, mientras protege a su hijo, alza una mano amenazadora por encima 
de la cabeza del infante Juan.
Bastantes 
centímetros por debajo de esa palma extendida hallamos la de Uriel que 
señala; el uno con el otro, ambos gestos parecen abarcar alguna clave 
críptica. Como si Leonardo quisiera indicarnos un objeto, algo 
significativo, pero invisible, que debería estar en el espacio 
comprendido entre ambas. En ese contexto no creemos arbitrario sugerir 
que los dedos extendidos de María parecen estar colocando una corona 
sobre una cabeza invisible, mientras que el índice estirado de Uriel 
corta precisamente el espacio que correspondería al cuello. Esa cabeza 
virtual flota por encima del niño que está con Uriel... así que resulta 
identificado tan eficazmente como si lo hubiese etiquetado, en 
definitiva, porque, ¿cuál de los dos murió decapitado? Entonces, si ése 
representa en verdad a Juan el Bautista, él bendice a quien le es 
superior. 
Pero cuando
 nos dirigimos a la versión muy posterior de la National Gallery, 
resulta que aquí faltan todos los elementos que se necesitaban para 
establecer esas heréticas deducciones... y sólo ellos. Los dos niños son
 de aspecto bastante distinto, y el que está con María lleva la cruz 
larga que tradicionalmente se asocia con el Bautista (aunque bien es 
cierto que ese detalle pudo añadirlo otro pintor). Aquí la mano derecha 
de María también se extiende por encima del otro niño, pero esta vez sin
 sugerencia alguna de amenaza. Uriel no señala ni aparta la mirada de la
 escena. Todo sucede como si Leonardo nos invitase al juego de «busca 
las diferencias» y nos desafiase a sacar de esos detalles anómalos 
nuestras propias conclusiones.
Este tipo 
de escrutinio de las obras de Leonardo revela una plétora de segundas 
lecturas, provocativas e inquietantes. El tema de Juan el Bautista 
parece repetirse en muchos lugares, a menudo por medio de ingeniosos 
símbolos y señas subliminales. Y una y otra vez, él o las imágenes que 
le representan se sitúan por encima de la figura de Jesús: incluso en 
los símbolos astutamente incluidos en el Sudario de Turín, si no andamos
 equivocados.
Tiene un 
cierto carácter obsesivo esa insistencia de Leonardo, con el recurso a 
unas imágenes tan intrincadas, por no hablar de lo mucho que arriesgaba 
al presentar públicamente una herejía aunque que lo hiciese de una 
manera astuta y subliminal. Como hemos indicado antes, tal vez la razón 
de que dejase sin terminar tantas obras suyas no fue el perfeccionismo, 
como generalmente se cree, sino la conciencia de lo que podía pasarle si
 alguien supiera ver por debajo del tenue barniz de ortodoxia el 
contenido auténticamente «blasfemo» de lo que se estaba representando. 
Aunque fuese un titán en lo intelectual y en lo físico, quizá no tenía 
muchas ganas de atraer sobre sí la atención de las autoridades; con una 
sola experiencia tuvo más que suficiente. 
Obviamente,
 no le hacía ninguna falta poner su propia cabeza en el tajo 
introduciendo semejantes mensajes heréticos, en sus pinturas. Excepto si
 creyese apasionadamente en ellos. Como ya hemos visto, lejos de ser el 
ateo materialista que tanto gusta a muchos modernos, Leonardo fue un 
creyente profundo, sincero, sólo que su sistema de creencias era 
totalmente contrario a lo que entonces constituía y todavía hoy 
constituye la «línea general» del cristianismo. Era un seguidor de lo 
que hoy llamaríamos «lo oculto».
Esta 
palabra tiene hoy día, para muchos, connotaciones inmediatas y nada 
positivas. Se entiende que quiere decir magia negra, o frivolidades de 
unos charlatanes degenerados, o ambas cosas a la vez. En realidad la 
palabra «oculto» sólo significa lo que significa, como cuando los 
astrónomos hablan de la «ocultación» de un cuerpo celeste por otro, 
quedando aquél eclipsado.
En lo 
tocante a Leonardo se convendrá en que, si bien algunos elementos de su 
biografía y creencias tienen cierto relente a ritos siniestros y 
prácticas mágicas, lo que buscaba en realidad y por encima de todo era 
el conocimiento. Y muchas de las cosas que buscaba habían sido 
eficazmente «ocultadas» por la sociedad, y particularmente por una 
organización tan ubicua como poderosa. En casi todos los países europeos
 de la época, la Iglesia miraba con desconfianza cualquier género de 
experimentación científica, y no se conformaba con mirar, sino que 
empleaba medidas drásticas para silenciar a quienes se atreviesen a 
publicar opiniones no ortodoxas o meramente particulares.
En cambio 
Florencia, donde nació y se formó Leonardo, y en cuya corte principió 
realmente su carrera, era el centro floreciente de una nueva ola de 
conocimiento. Y esto, aunque parezca sorprendente, se debió por entero a
 haberse convertido la ciudad en refugio de muy numerosos ocultistas y 
magos. Los primeros mecenas de Leonardo, la familia de los Médicis, que 
eran entonces los amos de Florencia, fomentaban activamente los estudios
 ocultistas y pagaban a eruditos para que buscasen determinados 
manuscritos perdidos y, caso de ser encontrados, los tradujesen. 
La 
fascinación que sintieron los hombres del Renacimiento hacia lo arcano 
era bastante distinta de nuestra afición a los horóscopos de los 
periódicos. Aunque hubo áreas de investigación que hoy día, 
inevitablemente, nos parecerían ingenuidades o puras supersticiones, 
otras muchas supusieron serios intentos de entender el Universo y el 
lugar que el hombre ocupa en él.
Sin 
embargo, los magos pretendían ir un paso más allá, y descubrir maneras 
de controlar las fuerzas de la naturaleza. Desde este punto de vista tal
 vez no extrañará tanto que Leonardo, precisamente él, participase 
activamente en la cultura oculta de su época y situación. La distinguida
 historiadora Frances Yates llega al punto de sugerir que toda la clave 
del ambicioso genio de Leonardo podría hallarse en las nociones de la 
magia contemporánea.
En nuestro 
libro anterior hemos detallado las filosofías que predominaban por aquel
 entonces en el mundo ocultista de Florencia;13 resumiendo diremos aquí 
que los grupos de la época hacían gran caso de la hermética, cuyo nombre
 deriva de Hermes Trismegisto, gran mago egipcio, aunque probablemente 
legendario, cuyos libros ofrecían un sistema coherente de magia. Con 
mucho la parte más importante del pensamiento hermético era la idea de 
que el hombre es, en cierta manera, literalmente divino. Y ese concepto 
por sí solo resultaba tan peligroso para el dominio de la Iglesia sobre 
las mentes y los corazones de su grey, que necesariamente debía 
anatemizarlo.
En la vida y
 la obra de Leonardo ciertamente se encuentran numerosas demostraciones 
de principios herméticos. A primera vista, sin embargo, parece existir 
una flagrante contradicción entre profesar elaboradas ideas filosóficas y
 cosmológicas, y nociones heréticas, y seguir concediendo tanta 
importancia a los personajes bíblicos.
(Hay que 
subrayar que las creencias heterodoxas de Leonardo y su círculo no eran 
una mera reacción frente a una Iglesia crédula y corrupta. Como ha 
demostrado la Historia, contra la Iglesia de Roma existió en efecto una 
reacción fuerte, y nada clandestina, que fue la Reforma protestante. 
Pero si Leonardo viviera hoy nos parece que tampoco le encontraríamos 
militando en esa especie de Iglesia.)
Existen sin
 embargo muchas pruebas de que los herméticos podían ser verdaderos 
herejes. Un fanático representante del hermeticismo, Giordano Bruno 
(1548-1600), proclamó que sus creencias derivaban de una antigua 
religión egipcia anterior al cristianismo, y que eclipsaba a éste en 
importancia.  Una parte de ese mundo oculto floreciente —pero no tanto 
que pudiese atreverse, frente a la desaprobación de la Iglesia, a ser 
otra cosa sino un movimiento clandestino— eran los alquimistas. Una vez 
más, estamos ante un grupo víctima de un prejuicio moderno.
Hoy nos 
burlamos de ellos y los tenemos por unos locos que perdieron el tiempo 
en el vano intento de convertir los metales viles en oro; en realidad 
esa imagen era una pantalla útil para los alquimistas serios, más 
preocupados por la verdadera experimentación científica... y sobre todo,
 por la transformación personal y el consiguiente dominio total del 
propio destino. Una vez más, no es difícil creer que un hombre tan 
sediento de conocimiento como Leonardo pudo participar en ese movimiento
 y tal vez ser incluso uno de sus principales inspiradores.
Aunque no 
tenemos prueba directa de esa relación, sabemos que solía tratar con 
ocultistas fervientes de todas las tendencias, y nuestros propios 
estudios sobre la falsificación del Sudario de Turín sugieren vivamente 
que esta reproducción fue el resultado directo de sus propios 
experimentos «alquímicos» (o mejor dicho, hemos llegado a la conclusión 
de que el mismo arte de la fotografía fue, en tiempos, uno de los 
grandes secretos alquímicos). 
Para 
simplificar: es muy improbable que Leonardo desconociera ningún sistema 
de conocimiento de los disponibles en su tiempo, pero al mismo tiempo, y
 dados los riesgos que implicaba el participar públicamente en ellos, es
 igualmente improbable que hubiese consignado por escrito ninguna prueba
 de su participación. En cambio, y como hemos visto, los símbolos y las 
imágenes que utilizó con reiteración en sus obras supuestamente 
cristianas no es fácil que hubiesen merecido la aprobación de las 
autoridades eclesiásticas, si éstas hubieran llegado a sospechar la 
verdadera naturaleza de dichas obras.
Dicho esto,
 subsiste todavía que una fascinación por las ideas herméticas no se 
compadece, en apariencia al menos, con el género de preocupaciones que 
atribuyese una gran importancia a Juan el Bautista... y al significado 
putativo de la mujer «M». De hecho fue esta discrepancia lo que nos 
intrigó tanto que nos obligó a seguir profundizando en nuestra 
investigación. Por supuesto podría argumentarse que lo único que 
significa tanto dedo índice levantado es que un cierto genio del 
Renacimiento estuvo obsesionado por el personaje de Juan el Bautista. 
Pero ¿no era posible que existiera un significado más profundo tras la 
creencia personal del propio Leonardo? ¿Y si el mensaje que leemos en 
sus pinturas fuese de alguna manera realmente cierto?
Desde 
luego, en los círculos ocultistas se viene manteniendo desde hace 
bastante tiempo que el Maestro fue poseedor de un conocimiento secreto. 
Cuando empezamos a investigar su participación en lo del Sudario de 
Turín escuchamos en esos círculos muchos rumores en el sentido de que, 
en efecto, no sólo había intervenido en su creación, sino que además se 
sabía que había sido un mago de cierto renombre.
Existe 
incluso un cartel decimonónico que sirvió para anunciar el parisién 
Salon de la Rose + Croix (un centro de reunión para ocultistas de 
aficiones artísticas), y representa a Leonardo como Guardián del Santo 
Grial, lo cual se entiende, en esos círculos, como sinónimo de Guardián 
de los Misterios. También en este caso hay que reconocer que rumores más
 licencia artística no suman gran cosa en concepto de prueba, pero 
sumados a todas las demás indicaciones que hemos expuesto antes, 
ciertamente despertaron nuestra apetencia de saber más acerca del 
Leonardo desconocido.
De momento 
habíamos puesto al descubierto el motivo principal de la aparente 
obsesión de Leonardo, es decir, Juan el Bautista. Si bien era natural 
que recibiese encargos de pintar o esculpir a dicho santo de momento que
 vivía en Florencia, que como hemos dicho lo tenía por patrono, también 
es cierto que Leonardo eligió libremente aceptarlos. Y que el último 
retrato en que estaba trabajando antes de su fallecimiento en 1519 —no 
encargado por nadie, sino emprendido por motivos propios— era un Juan 
Bautista. A lo mejor era ésa la imagen que deseaba ver cuando se hallase
 en su lecho de muerte. E incluso cuando se le pagaba para que pintase 
una escena cristiana ortodoxa, él siempre que podía procuraba destacar 
el papel del Bautista en ella.
Como hemos 
visto, sus imágenes de Juan están sutilmente alteradas para transmitir 
un mensaje específico, por más que fuese captado de modo imperfecto y 
subliminal. Desde luego pinta a Juan como alguien importante, pero al 
fin y al cabo, fue el Precursor, heraldo y pariente carnal de Jesús, así
 que no dejaba de ser lógico que se le reconociese así su papel. Lo que 
no dice Leonardo es que el Bautista fuese inferior a Jesús como 
cualquier otro humano. En su Virgen de las Rocas, el ángel apunta a 
Juan, o así puede argumentarse, quien bendice a Jesús, y no lo 
contrario.
En la 
Adoración de los Magos, los personajes normales y de aspecto sano 
veneran las raíces del algarrobo, el árbol de Juan, no a los incoloros 
Virgen y Niño. Y el «gesto de Juan», el índice extendido de la mano 
derecha que se levanta frente al rostro de Jesús en la Última Cena, 
obviamente no es ningún ademán cariñoso ni solidario, sino que parece 
estar diciendo de una manera, por decirlo con suavidad, bastante 
amenazadora: «Acuérdate de Juan». Y esa otra obra de Leonardo, la más 
desconocida, el Sudario de Turín, contiene el mismo tipo de simbolismo, 
con la imagen de una cabeza supuestamente cortada puesta «encima» de un 
crucificado clásico. El testimonio abrumador de los indicios es que para
 Leonardo, al menos, Juan el Bautista era superior a Jesús.
A todo esto
 parecerá que Leonardo fue la voz que clama en el desierto. A fin de 
cuentas, muchos grandes genios han sido unos excéntricos, cuando menos. A
 lo mejor ése fue otro aspecto de su vida en que anduvo lejos del 
rebaño, de los convencionalismos de su época, solo e incomprendido. Pero
 nosotros también sabíamos, y ello desde el comienzo de nuestras 
averiguaciones (hacia finales del decenio de los ochenta), que 
recientemente habían aparecido pruebas, aunque de naturaleza muy 
controvertible, que le relacionaban con una sociedad secreta poderosa y 
siniestra.
Este grupo,
 que se afirma existió desde varios siglos antes que Leonardo, incluyó a
 varios de los individuos y las familias más influyentes de la Historia 
europea, y de acuerdo con algunas fuentes existe todavía. Se dice que 
entre los promotores de esa organización figuran no sólo miembros de la 
aristocracia, sino incluso algunas de las figuras más eminentes de la 
vida política y económica actual, que la mantienen viva en razón de sus 
propios objetivos particulares.

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