miércoles, 9 de noviembre de 2016

Los Códigos Ocultos legados por Leonardo Da Vinci. Secretos Develados!

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Es una de las obras de arte más famosas del mundo, y de las que más han tenido que soportar. El fresco de Leonardo La Última Cena es todo cuanto queda de la iglesia de Santa Maria delle Grazie, cerca de Milán, pues la pared en donde está pintado fue la única que permaneció en pie al ser bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque otros muchos artistas admirados como Ghirlandaio y Nicolas Poussin, e incluso un pintor tan extravagante como Salvador Dalí, han dado sus propias versiones de tan significativa escena bíblica, es la de Leonardo la que, por algún motivo, ha cautivado más las imaginaciones. La encontramos reproducida en múltiples versiones que abarcan ambos extremos del espectro de los gustos, desde lo sublime hasta lo ridículo.

Algunas imágenes son tan familiares que nunca se miran bien, y aunque se ofrezcan a la mirada del espectador abiertas a un escrutinio más detenido, en el plano más profundo y lleno de sentido siguen siendo libros completamente cerrados. Así ocurre con La Última Cena de Leonardo... y aunque parezca mentira, con casi todas las demás obras suyas que han llegado hasta nosotros.

Fue la obra de Leonardo (1452-1519), ese genio atormentado del Renacimiento italiano, la que nos puso en la senda que acabó por conducirnos a unos descubrimientos tan estremecedores en cuanto a sus consecuencias, que al principio nos parecía imposible que les hubiera pasado desapercibido a generaciones enteras de estudiosos lo que finalmente resaltó ante nuestra sorprendida mirada, e increíble que una información tan explosiva hubiese permanecido tanto tiempo esperando pacientemente a ser descubierta por unos autores como nosotros, ajenos a las escuelas oficiales de la investigación histórica o religiosa.

Así que vamos a reseguir la historia por sus pasos contados y regresamos a La Última Cena para mirarla con otros ojos. No es el momento ahora para situarnos en el contexto conocido de los postulados de la Historia del arte. Queremos verla tal como la vería un recién llegado completamente ignorante de esa imagen tan archiconocida. Que las escamas de los conceptos previos caigan de nuestros ojos y la miremos de verdad, como si fuese la primera vez en nuestra vida.

El personaje central, por supuesto, es Jesús, a quien Leonardo menciona bajo el nombre de «el Redentor» en sus notas de trabajo (pero el lector queda advertido de que no debe dar nada por sabido, por más obvio que parezca). Está en actitud contemplativa y mira hacia abajo y un poco hacia su propia izquierda, las manos extendidas al frente sobre la mesa, como si ofreciese algo al espectador. Como ésta es la Última Cena en que, según nos enseña el Nuevo Testamento, Jesús instituyó el sacramento del pan y del vino, de los cuales invita a sus seguidores que coman y beban diciendo que son su carne y su sangre. sería razonable buscar algún cáliz o copa de vino delante de él, abarcado por el ademán de ofrecimiento.
Al fin y al cabo, para los cristianos esta cena antecede inmediatamente a la pasión de Jesús en el huerto de Getsemaní, donde reza con fervor rogando «que pase de mí este cáliz» (otra alusión al paralelismo vino-sangre), y también a su crucifixión, en la que murió derramando su sangre por la redención de toda la humanidad. Pero no hay vino delante de Jesús, y apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa. ¿Acaso tienen razón los artistas que dicen ser un gesto vacío el de esas manos abiertas?

Visto que apenas hay vino, quizá no sea casualidad que tampoco se hayan partido muchos de los panes que vemos sobre la mesa. Y puesto que el mismo Jesús identificó el pan con su propio cuerpo que sería partido en el supremo sacrificio, ¿se nos está comunicando algún mensaje sutil en cuanto a la verdadera naturaleza de los padecimientos de Jesús?

Hasta aquí la punta del iceberg de la heterodoxia representada en este cuadro. En el relato bíblico el joven Juan, al que llaman «el amado del Señor», se halla tan cerca de Jesús físicamente que incluso apoya la cabeza sobre el pecho del Maestro. Pero en la representación de Leonardo no hay tal, la figura no se reclina según indica el «apunte» bíblico, sino que se aparta del Redentor hacia la derecha de éste con exageración, o casi diríamos con coquetería; pero aún no hemos terminado con este personaje. A quien contemplase por primera vez este cuadro podría disculpársele alguna incertidumbre peculiar en relación con el supuesto Juan.
Pues si bien es cierto que cuando el artista quería representar la suprema belleza masculina con arreglo a sus propias predilecciones solía elegir un canon algo afeminado, sin duda lo que estamos mirando aquí es una mujer. Toda la figura es sorprendentemente femenina; por más que la pintura sea antigua y esté deteriorada, ahí están todavía las manos pequeñas y bien formadas, los rasgos del semblante finos y armoniosos, el pecho femenino sin discusión y el collar de oro. La mujer, pues estamos seguros de que lo es, viste además ropas que la señalan como alguien especial. Son el reflejo invertido de la indumentaria del Redentor, ya que vemos una túnica azul con manto rojo a un lado, y una túnica roja con manto azul al otro, siempre dentro del mismo corte y estilo. Ningún otro comensal lleva unas prendas tan similares a las de Jesús, pero también es cierto que no hay ninguna otra mujer.

Si nos fijamos en la composición general, lo más destacado es la configuración que describen Jesús y la mujer: una gran «M» muy abierta, casi como si estando literalmente unidos por la cadera hubiesen sufrido una separación, o se hubiesen 
apartado de manera voluntaria. Que sepamos, ningún estudioso ha dicho nunca que ése fuese un personaje femenino, ni mencionan la «M» de la composición. Tal como hemos averiguado en nuestros estudios sobre él, Leonardo fue un excelente 
psicólogo y le divertía presentar imágenes altamente heterodoxas a los patronos que le encargaban una pintura religiosa convencional. Sabía que les podía enseñar la más escandalosa de las herejías y la contemplarían sin que nada conturbase su ánimo; por lo general los espectadores sólo vemos lo que teníamos previsto ver.
Si le encargan a uno que pinte una escena convencional de los Evangelios y lo que uno ofrece guarda un parecido superficial con esa escena, nadie se fijará en el dudoso simbolismo. Sin embargo Leonardo debió de tener la esperanza de que otros, tal vez los que participaban de su inhabitual interpretación del mensaje neotestamentario, o algún día en algún lugar, unos observadores imparciales pararían mientes en la imagen de la misteriosa mujer señalada por la «M» y se harían las preguntas obvias. ¿Quién era la tal «M», y por qué era tan importante? ¿Por qué arriesgaría Leonardo su reputación, e incluso la vida en aquellos tiempos de activo funcionamiento de los quemaderos, al incluir dicho personaje en una escena tan fundamental para los cristianos?

Quienquiera que fuese, su destino se intuye bastante menos que seguro, porque el canto de una mano amenaza ese cuello graciosamente inclinado. También el Redentor se ve amenazado por un índice rígido que apunta hacia arriba, prácticamente delante de su cara. Pero tanto Jesús como «M» aparecen desentendidos de esos ademanes hostiles, visiblemente sumergidos en los mundos de sus propios pensamientos, tranquilos y sosegados cada uno a su manera. Todo indica que se está utilizando un simbolismo secreto, no sólo para advertir de sus respectivos destinos a Jesús y a su compañera femenina, sino también para participar (o recordar) al observador cierta información que no puede publicarse de otro modo, porque sería demasiado peligroso.

¿Utiliza Leonardo esta pintura para transmitir alguna creencia secreta que sería poco menos que demencial compartir con el público de cualquier manera más explícita? ¿Es posible que dicha creencia lleve un mensaje más allá del círculo inmediato de sus seguidores, tal vez hasta nosotros mismos, hoy día?

Sigamos contemplando esta asombrosa obra. A la derecha según el observador vemos un hombre corpulento y barbudo que se dobla casi en dos para hablar al último discípulo de ese lado de la mesa. Está totalmente vuelto de espaldas al Redentor. Comúnmente se admite que este personaje, Tadeo o Judas, es un autorretrato de Leonardo.
Pero los pintores del Renacimiento nunca pintaron nada por casualidad, ni sólo porque hiciera bonito, y del profesional que nos ocupa sabemos además que era muy aficionado al double entendre visual. (Su preocupación por elegir modelo adecuado para cada discípulo se detecta en la sarcástica proposición de hacer posar al incordiante prior del convento de Santa Maria para el retrato de Judas el traidor.) ¿Por qué se pintó Leonardo a sí mismo dando la espalda a Jesús?

Pero aún hay más. Una mano anómala apunta con una daga al estómago del discípulo situado detrás del personaje más próximo a «M». Por mucho trabajo que demos a la imaginación es imposible que esa mano pertenezca a ninguno de los comensales, ya que ni forzando la postura ninguno de los circunstantes puede esgrimir la daga en ese lugar.
Pero lo más asombroso de esa mano desencarnada es no tanto su presencia, como el hecho de que en todas nuestras lecturas acerca de Leonardo apenas la hallamos aludida un par de veces, y aun con una curiosa reticencia a admitir que haya nada extraño. Tal como sucede con el san Juan que en realidad es una mujer, nada nos parece más obvio ni más extravagante una vez nos lo indican, pero por lo general estos detalles desaparecen por completo de la vista y la mente del observador, sencillamente porque son demasiado extraordinarios y chocantes.

Se nos ha dicho a menudo que Leonardo era un buen cristiano cuyos cuadros religiosos reflejaban la profundidad de su fe. Como vamos conociendo, al menos uno de ellos incluye una imaginería sumamente dudosa desde el punto de vista de la ortodoxia cristiana. Y nuestras investigaciones ulteriores, como veremos, revelan que nada tan lejos de la verdad como la idea de que Leonardo fuese un verdadero creyente... si por tal entendemos que creyera en ninguna forma aceptada o aceptable del cristianismo.
Ya los rasgos curiosos y anómalos que hemos hallado en una sola de sus obras parecen querer decirnos que hay una segunda lectura en esa escena bíblica tan conocida, otro mundo de creencias más allá del aspecto aceptado de esa imagen congelada en un muro del siglo XV, cerca de Milán.

Cualquiera que sea el significado de esas inclusiones heterodoxas, indudablemente son incompatibles con la doctrina oficial y éste es un punto que conviene resaltar. Aunque en sí no parecerá nada nuevo a los materialistas racionalistas actuales, que consideran a Leonardo como el primero que tuvo verdadera mentalidad científica, como un hombre que no prestaba atención a las supersticiones ni a la religión bajo ninguna de sus formas, y como la propia antítesis de todo misticismo u ocultismo. Pero tampoco éstos ven mas allá de sus narices.
Porque pintar la Última Cena sin una cantidad significativa de vino es como pintar el momento culminante de una coronación y omitir la corona; al dejarse este detalle esencial, o ha fracasado por completo el artista o da a entender que pinta otra cosa muy distinta de lo que parece.
A tal extremo que nos lo señala como un hereje, nada menos: como alguien que sí tenía creencias religiosas, pero éstas se hallaban en contradicción y quién sabe si en guerra con las de la ortodoxia cristiana. Y también otras obras de Leonardo, como fuimos descubriendo, subrayan sus peculiares obsesiones heréticas con ayuda de una imaginería coherente y meticulosamente aplicada, lo cual seguramente no habría sucedido si el artista fuese un incrédulo atento sólo a ganarse la vida. Esas inclusiones y esos símbolos que nadie le había encargado eran mucho, mucho más que la reacción humorística del escéptico frente a semejante encargo. No era lo mismo que, digamos, pintar un san Pedro con nariz de payaso. Lo que estamos viendo en la Última Cena y las demás obras es el código secreto de Leonardo da Vinci, y creemos que tiene una sorprendente actualidad en relación con el mundo de hoy.

Se podrá argumentar que, creyera lo que creyera Leonardo, no sería más que el capricho de un solo hombre, y lo que es más, de un hombre notoriamente raro, que fue en vida un amasijo de contradicciones. Tal vez era, como se ha dicho, un solitario, pero sabía organizar y animar las fiestas como nadie; despreciaba las supersticiones, pero se han encontrado en sus cuentas anotaciones de honorarios pagados a astrólogos; era vegetariano y muy cariñoso con los animales, pero su ternura raras veces se extendió a la raza humana cuando practicaba disecciones de cadáveres obsesionado por estudiar la anatomía, y asistía a las ejecuciones públicas para observar la agonía de los condenados; era un pensador profundo pero se 
complacía inventando acertijos, adivinanzas pueriles y bromas pesadas.
Ante una personalidad tan complicada, es fácil pensar que sus opiniones particulares en materia de religión y filosofía quizá fueron algo o muy excéntricas. Por este motivo nos hallaríamos tentados a desdeñar sus posibles ideas heréticas como cosa desprovista de importancia para nosotros. Y si bien se admite generalmente que Leonardo fue hombre de inmenso talento, la vanidad de nuestro siglo «moderno» tal vez resta importancia a sus conocimientos. Al fin y al cabo, cuando él nació apenas acababa de inventarse la imprenta. Un inventor solitario de una época tan atrasada, ¿puede tener algo que ofrecer a un mundo que se mantiene continuamente informado navegando por la Red, y que es capaz de comunicarse por teléfono o fax, en cuestión de segundos, con gentes de otros continentes que ni siquiera habían sido descubiertos en aquella época?

A esto se puede contestar de dos maneras. La primera, y usando una paradoja, que Leonardo no fue un genio de los del montón. Muchos saben que dibujó máquinas voladoras y primitivos tanques militares, pero algunos de sus inventos fueron tan inconcebibles en la época que algunos estudiosos un poco inclinados a lo fantástico han llegado a sugerir si tuvo visiones del futuro. Su dibujo de una bicicleta, por ejemplo, no fue descubierto sino hacia finales de los años sesenta.
Pero, a diferencia de los ridículos armatostes que han ido marcando la evolución real de la bicicleta desde la época victoriana, la bicicleta de Leonardo tenía ya las dos ruedas de igual tamaño y mecanismo de transmisión por cadena y piñón. Aunque hay una pregunta más intrigante que el dibujo en sí, y es qué motivos podía tener él para inventar una bicicleta. Porque la humanidad siempre ha tenido el afán de volar como las aves, pero no deja de causar extrañeza el deseo de pedalear por los caminos de entonces, bastante menos que perfectos, en precario equilibrio sobre dos ruedas (y además no figura en ninguna leyenda clásica, a diferencia del vuelo). Da Vinci predijo también el teléfono, entre otras muchas pretensiones futuristas a la fama.

Admitiendo que Leonardo fuese incluso más genial de lo que conceden los libros de Historia, queda todavía la cuestión de si supo algo que pudiese ejercer una influencia importante por significado o por difusión cinco siglos después. Con más motivo podríamos preguntarnos qué relevancia tienen para nuestro tiempo y lugar las enseñanzas de un rabí del siglo I, pero prescindamos de eso, porque también es cierto que algunas ideas son universales y eternas, y la verdad, si se logra descubrirla o definirla, esencialmente nunca pierde vigencia por más siglos que transcurran.

Sin embargo lo que nos interesó de Leonardo no fue su filosofía (declarada o tácita) ni su arte. Sino la más paradójica de sus obras, la que gozando de una fama extraordinaria se conoce menos: ésa fue la que nos lanzó a una profunda investigación sobre Leonardo. Como hemos detallado en nuestro libro anterior, fue el Maestro quien confeccionó el falso Santo Sudario, del que durante mucho tiempo se creyó que había recibido milagrosamente la impronta con la imagen de Jesús en el momento de su muerte.
En 1988 la prueba del carbono 14 demostró que la impostura debió de ser obra de un puñado de creyentes fanáticos de finales de la Edad Media o principios del Renacimiento; no obstante para nosotros la imagen seguía siendo muy digna de atención, y aun es poco decir. Predominaba en nuestras mentes el problema de la identidad del impostor, pues el creador de semejante «reliquia» no podía por menos que ser un genio.

El Santo Sudario, y esto lo reconocen cuantos han escrito acerca de él, tanto a favor como en contra de su autenticidad, se comporta como una fotografía. Es decir, que tiene un curioso aspecto de negativo fotográfico, lo cual significa que no se ven a simple vista sino unas manchas, y sólo al positivarlo invirtiendo los valores de claro y oscuro se manifiesta la imagen que contiene. Como no se conoce ninguna obra de pintor ni calco funerario que presente tal efecto, éste se interpreta por parte de los partidarios de la autenticidad como la prueba de su origen milagroso. En cambio nosotros hemos descubierto que la imagen de la Sindone se comporta como una fotografía precisamente porque lo es.

Pues sí, aunque parezca increíble de entrada, el Sudario de Turín es una fotografía. Nosotros, con la ayuda de Keith Prince, hemos reconstruido la técnica original que creemos se utilizó, y somos los primeros que hemos logrado reproducir características del Sudario para las cuales hasta ahora nadie había encontrado explicación. Y aunque los defensores de la hipótesis milagrosa decían que no era factible, lo hicimos con medios sumamente sencillos. Utilizamos una cámara oscura (en esencia, un cajón con un agujero de muy pequeño diámetro), una tela impregnada con una capa fotosensible en la que utilizamos productos que podían conseguirse fácilmente en el siglo XV, y una larga y paciente exposición.
Aunque eso sí, el asunto de nuestro experimento fotográfico fue un busto femenino de escayola, muy lejos de la categoría del modelo original. Pues, aunque la cara que aparece en la Sindone no sea, como muchos han afirmado, la de Jesús, evidentemente es el semblante del mismo impostor. En resumen, el sudario de Turín es, entre otras muchas cosas, una fotografía de quinientos años de antigüedad y el retratado no es otro sino Leonardo da Vinci.

Ahora bien, y pese a algunas afirmaciones más bien curiosas en contrario, eso no pudo ser obra de un devoto creyente cristiano. El Sudario de Turín, una vez positivado, muestra lo que parece ser el cuerpo martirizado y ensangrentado de Jesús. Vamos a recordar aquí que ésa no es una sangre vulgar, sino el propio vehículo de la redención humana. A nuestro modo de ver, nadie que se atreviese a falsificar dicha sangre podría ser considerado un creyente... como tampoco sería posible tener el mínimo respeto por la persona de Jesús y suplantar la imagen de éste por la de uno mismo. Leonardo hizo lo uno y lo otro con meticulosa habilidad y, sospechamos, con cierto regocijo secreto.
Desde luego, le constaba que la supuesta imagen de Jesús —pues nadie llegaría a darse cuenta de que se trataba del propio artista florentino—, estaba destinada a ser venerada por un gran número de peregrinos, incluso en vida de él mismo. Por lo que sabemos, bien pudo quedarse a un lado, de incógnito, contemplando el espectáculo: eso cuadraría muy bien con lo que conocemos de su carácter.
Pero, ¿sería capaz de imaginar siquiera el número aproximado de peregrinos que se persignarían delante de su imagen en el decurso de los siglos? ¿Que algunas personas inteligentes se convertirían al cristianismo después de haber visto ese rostro bello y atormentado? ¿Pudo prever que la idea vigente en la cultura occidental en cuanto al aspecto físico de Jesús iba a quedar en buena parte determinada por la imagen de la Sindone? ¿Que algún día millones de personas de todo el mundo reverenciarían la imagen de un herético homosexual del siglo XV en lugar de su Dios amado, y que literalmente Leonardo da Vinci iba a convertirse en la figuración de Jesucristo?

Nos parece que el Sudario no anda lejos de haber sido la superchería más ofensiva de la Historia, así como la más creída. Pero, aunque haya engañado a millones de personas, hay ahí algo más que un homenaje al arte de la broma de mal gusto. Creemos que Leonardo aprovechó la oportunidad de crear la reliquia cristiana más impresionante como vehículo para dos cosas: una técnica innovadora, y la puesta en clave de una creencia herética.
En aquella época paranoica y supersticiosa habría sido demasiado peligroso el publicar esa primitiva técnica fotográfica, y los acontecimientos no tardarían en corroborarlo. Sin duda Leonardo se divirtió cuando tomaba sus disposiciones para asegurarse de que su prototipo fuese conservado amorosamente por el mismo clero al que detestaba. Naturalmente también es posible que esa custodia eclesial se haya producido por simple coincidencia, como un capricho más del destino en un caso ya de por sí memorable. Pero nos parece que responde más bien a una pasión de control total que era peculiar de Leonardo, y en este caso, como vemos, quiso llevarla mucho más allá de la tumba.

Además de ser un fraude y la obra de un genio, el Sudario de Turín presenta ciertos símbolos que subrayan las obsesiones particulares del mismo Leonardo y que también aparecen en otras obras, éstas más generalmente aceptadas como suyas. Por ejemplo, en la base del cuello del personaje que estuvo envuelto en el Sudario hay una clara línea de discontinuidad. Cuando se convierte la imagen completa en un «mapa de contorno» usando las técnicas computarizadas más modernas, vemos que la línea define la base de la imagen de la cabeza por delante, a lo cual sigue una indefinición, digamos, un espacio sin imagen, y luego ésta vuelve a concretarse en la parte superior del tórax.
Nos parece que ello obedece a dos causas. La primera es puramente práctica, porque la imagen frontal es un montaje. El cuerpo es verdaderamente el de un crucificado, y el rostro es el de Leonardo, así que esa línea de discontinuidad indica, tal vez necesariamente, el «empalme» de las dos imágenes. Pero en este caso el falsificador era un maestro del oficio y le habría resultado fácil difuminar o repintar la reveladora línea de separación. Pero ¿y si en realidad Leonardo no quiso quitarla? ¿Y si la dejó deliberadamente, como referencia destinada a quienes tuviesen «ojos para ver»?

Por otra parte, ¿qué concebible herejía puede transmitir el Sudario de Turín, ni aunque esté en clave? Sin duda hay un límite para los símbolos que sea posible ocultar en la sencilla y cruda imagen de un crucificado desnudo... y que además, ha sido analizada por muchos de los mejores científicos utilizando el instrumental más perfeccionado. Aunque volveremos sobre esta cuestión a su debido tiempo, adelantemos aquí que es posible contestar a estas preguntas considerando desde una perspectiva nueva dos aspectos principales de la imagen.
El primero guarda relación con la abundancia de sangre que parece haber corrido por los brazos de Jesús, detalle que contradice a primera vista la ausencia simbólica del vino en la pintura de la Última Cena, pero que refuerza de hecho ese punto concreto. El segundo se refiere a la línea de delimitación tan obvia entre la cabeza y el cuerpo, como si hubiese querido Leonardo aludir a una decapitación... Pero Jesús no fue decapitado, que sepamos, y la imagen es un montaje. Se nos está diciendo que consideremos las imágenes de dos personajes diferentes, pero que estuvieron íntimamente relacionados de alguna manera. Si admitimos esto, no obstante, ¿por qué se colocaría al decapitado «por encima» del crucificado?

Como veremos, esta pista de la cabeza cortada en el Sudario de Turín no viene sino a reforzar los símbolos de otras muchas obras de Leonardo. Hemos observado ya cómo el anómalo personaje femenino «M» de la Última Cena parece amenazado por una mano que hace el gesto de cortar su esbelto cuello, y cómo también el mismo Jesús es amenazado por un índice levantado delante de su rostro en un ademán que parece de advertencia, o quizás es un recordatorio, o ambas cosas a la vez. En la obra de Leonardo, el índice levantado es siempre, en todos los casos, una alusión directa a Juan el Bautista.

Este santo, el supuesto precursor de Jesús, el que anunció al mundo «éste es el Cordero de Dios», y dijo de sí mismo que no era digno siquiera de desatarle las sandalias, fue de suprema importancia para Leonardo, si juzgamos por su omnipresencia en la obra conservada. Obsesión en sí misma bien curiosa, tratándose de un hombre que, según nos dicen los racionalistas modernos, nunca tuvo en demasiada estima la religión. Si los personajes y las tradiciones del cristianismo no significaban nada para él, difícilmente habría dedicado tanta atención y trabajo a un santo determinado, como lo hizo con el Bautista.
Una y otra vez vemos en Juan la influencia dominante de la vida de Leonardo, tanto a nivel consciente, en sus obras, como en el plano sincrónico de las coincidencias que rodearon esa vida. Casi como si el Bautista le hubiera seguido a todas partes. Por ejemplo, es el santo patrono de su estimada ciudad de Florencia, y también le está consagrada la catedral de  Turín donde se expone la reliquia del Santo Sudario. Y la última pintura de Leonardo, la que se encontró en su cámara mortuoria junto con la Mona Lisa y nadie reclamó, representaba a Juan el Bautista, lo mismo que la única escultura suya que ha llegado hasta nosotros (y que ejecutó a medias con Giovan Francesco Rustici, un notorio ocultista).

Ese dedo índice levantado —que vamos a llamar «el gesto de Juan»— aparece también en un cuadro de Rafael, La Academia de Atenas (1509). Aquí es el venerable personaje de Platón quien hace el ademán, pero teniendo en cuenta las circunstancias la alusión no es tan misteriosa como cabría suponer. En realidad el modelo que posó como Platón no fue otro sino el mismo Leonardo y le vemos haciendo un gesto que además de ser en alguna manera suyo característico, sin duda tenía un profundo significado para él (y posiblemente también para Rafael y otros de su círculo).

Por si alguien cree que estamos exagerando la importancia de lo que hemos llamado «el gesto de Juan», veamos otros ejemplos en la obra de Leonardo.

Aparece en varias pinturas suyas y, como hemos dicho, siempre tiene el mismo significado. En su Adoración de los Magos, empezada en 1481 pero nunca terminada, el ademán lo exhibe un espectador anónimo que está detrás de un promontorio sobre el cual crece un algarrobo. Cuando uno contempla el cuadro difícilmente se fija en este personaje, ya que la atención se dirige inevitablemente hacia lo que uno creería es el tema principal, es decir, corno sugiere el título, la adoración de la Sagrada Familia por parte de los «sabios de Oriente», o magos.
La Virgen, bella y en actitud ensimismada, con el niño Jesús sobre la rodilla, no ha recibido color y tiene un aspecto insípido. Los magos se arrodillan para ofrecer los presentes que le llevan al niño, mientras se arremolina al fondo una  multitud que suponemos ha acudido también para rendir homenaje a la madre y al niño. Pero, al igual que la Última Cena, esta pintura sólo superficialmente es cristiana y vale la pena echarle una ojeada más detenida.

Nadie dirá que los adoradores del primer término sean ejemplos de salud y belleza. Flacos, casi cadavéricos, las manos se alzan pero no en gesto de reverencia sino casi como garras de pesadilla dirigidas hacia la pareja central. Los magos traen sus regalos, pero sólo dos de los tres legendarios. Vemos que ofrecen incienso y mirra, pero falta el oro. Para un observador de la época de Leonardo el oro significaba, además de fortuna inmediata, la realeza, y eso es lo que no se le ofrece a Jesús.

Cuando miramos detrás de la Virgen y de los magos vemos un segundo grupo de adoradores. Éstos parecen mucho más sanos y normales, pero si nos fijamos bien observaremos que no miran a la Virgen ni al niño para nada. Parece como si la veneración se dirigiese a las raíces del algarrobo, detrás del cual hay un hombre haciendo «el gesto de Juan». Y el algarrobo se halla tradicionalmente asociado a... Juan el Bautista.

En el ángulo inferior derecho del cuadro hay un joven deliberadamente vuelto de espaldas a la Sagrada Familia. Existe coincidencia en que se trata del mismo Leonardo, pero la explicación que se propone comúnmente para su actitud es algo floja: que el artista se juzgaba indigno de mirarla de frente. Pues sabemos que Leonardo no simpatizaba con la Iglesia; además su autorretrato como Tadeo o Judas en la Última Cena también se aparta significativamente del Redentor, como viniendo a subrayar una reacción emocional muy fuerte en cuanto a los personajes centrales del relato cristiano. Y puesto que Leonardo nunca fue un paradigma de devoción, ni de modestia, no es verosímil que tal reacción le fuese inspirada por un exceso de humildad ni de reverencia.

Volviendo al hermoso e inquietante boceto de La Virgen y el Niño con Santa Ana (1501), que tiene la fortuna de poseer la londinense National Gallery, de nuevo hallamos elementos que deberían sorprender al observador —aunque rara vez  ocurre— con sus implicaciones subversivas. El dibujo presenta a la Virgen y el Niño con santa Ana (la madre de María) y Juan Bautista niño. A lo que parece, el niño Jesús está bendiciendo a su primo Juan, quien mira hacia arriba con expresión meditativa, mientras santa Ana contempla fijamente y de cerca el semblante ensimismado de su hija... y hace el «gesto de Juan», pero con mano curiosamente grande y masculina.
Ahora bien, ese índice alzado se eleva por encima de la diminuta mano de Jesús que bendice, como dominándola en sentido literal y también metafórico. Y aunque la Virgen está sentada en una postura muy incómoda, casi «a la jineta», como montaban antiguamente las mujeres, en realidad la postura más extraña es la de Jesús, a quien sostiene la Virgen casi como empujándole a bendecir, como si le hubiese traído al cuadro sólo para que lo hiciera pero apenas consiguiera retenerlo allí. Mientras tanto Juan se apoya tranquilamente contra la rodilla de santa Ana, bastante ajeno al honor con que se le distingue. ¿Es verosímil que la misma madre de la Virgen esté recordándole algún secreto relacionado con Juan?

Según la nota que publica la National Gallery, algunos expertos en arte a los que extraña el aspecto juvenil de santa Ana y la anómala presencia de Juan el Bautista especulan si la obra no representa en realidad a María con su prima Isabel... la madre de Juan. Lo cual parece plausible, y si ellos tienen razón, corrobora el argumento.

La aparente inversión de los papeles habituales de Jesús y de Juan se ve asimismo en una de las dos versiones de la Virgen de las Rocas que debemos a Leonardo. Los historiadores del arte nunca han explicado satisfactoriamente por qué hay dos versiones, una de las cuales se expone actualmente en la National Gallery de Londres, y la otra, mucho más interesante para nosotros, en el Louvre de París.

El encargo originario lo hizo una cofradía llamada de la Inmaculada Concepción, e iba a servir como imagen central de un tríptico para el altar de la capilla que tenía dicha hermandad en la iglesia de San Francisco Mayor de Milán (los laterales del tríptico se encargaron a otros pintores).9 El contrato, fechado el 25 de abril de 1483, todavía existe y arroja una interesante luz sobre la obra encargada... y la que recibieron en realidad los cofrades.
En el documento se especifican con claridad la forma y las dimensiones de la pintura, lo cual era de rigor porque el marco del tríptico ya existía. Lo curioso es que las dos versiones terminadas por Leonardo cumplen la especificación, así que no sabemos por qué repitió el encargo. Pero podemos aventurar una suposición acerca de esas interpretaciones divergentes, y no tiene mucho que ver con el perfeccionismo y sí con la percepción de la potencia explosiva de lo realizado.

En el contrato se especifica también el tema de la pintura. Se trataba de representar un acontecimiento que no figura en los Evangelios, pero estaba presente en la leyenda cristiana desde hacía mucho tiempo. Es el relato de cómo, durante la huida a Egipto, José, María y el niño Jesús se refugiaron en una cueva del desierto, donde hallaron al infante Juan Bautista bajo la protección del arcángel Uriel.
La intención de esta leyenda estriba en solucionar una de las dudas más obvias y más molestas que plantea el relato del bautismo de Jesús conforme a los Evangelios. ¿Qué necesidad tenía Jesús de bautizarse si había nacido exento de pecado, y siendo así que ese rito es una ablución simbólica mediante la cual se limpia uno de sus pecados y se compromete a vivir santamente en el futuro? ¿Por qué el Hijo de Dios iba a someterse a un evidente acto de autoridad por parte del Bautista?

La leyenda refiere que durante el encuentro fortuito entre los dos santos infantes, Jesús le concedió a su primo Juan autoridad para que le bautizara cuando ambos fuesen mayores. Por varias razones nos parece una ironía de la Historia que la cofradía confiase tal asunto precisamente a Leonardo, pero también podemos sospechar que éste quedó encantado con el encargo... para hacer de él una interpretación exclusivamente suya, al menos en una de las versiones. 
De acuerdo con las costumbres de la época, los cofrades solicitaban una pintura vistosa y fastuosa, con dorados de pan de oro y muchos querubines y espíritus de profetas veterotestamentarios como relleno. Pero lo que recibieron fue bastante distinto, a tal punto que se estropearon las relaciones entre ellos y el pintor, y todo culminó en un pleito que se arrastró durante más de veinte años.

Leonardo eligió representar la escena con el mayor realismo posible y sin personajes ajenos. Él no quería querubines gordezuelos ni severos profetas bíblicos anunciadores de desgracias. En efecto casi diríamos que practicó un reduccionismo excesivo en cuanto a las dramatis personae, ya que no aparece san José para nada aunque el cuadro supuestamente pinta la huida de la Sagrada Familia a Egipto.

 La versión del Louvre, que fue la primera, presenta a una Virgen con túnica azul que rodea con su brazo protector a un niño, mientras que el otro infante forma grupo con Uriel. Lo curioso es que los dos niños parecen idénticos, y más curioso todavía, el que está con el ángel bendice al otro, y es el niño de María quien se arrodilla sumisamente. Por eso los historiadores del arte han supuesto que Leonardo, cualesquiera que fuesen sus motivos, eligió colocar el niño Juan al lado de María. Al fin y al cabo no hay etiquetas que identifiquen a los personajes, y sin duda el niño con más autoridad para bendecir era Jesús.
Hay otras interpretaciones de este cuadro, sin embargo, que no sólo sugieren mensajes subliminales de gran intensidad y nada ortodoxos, sino además refuerzan los códigos utilizados por Leonardo en otras obras. Tal vez el parecido de los dos niños sugiere en este caso la idea de que Leonardo trató de confundir deliberadamente sus identidades, él sabría por qué. Y si bien María abraza en ademán de protección al niño Juan, según se admite generalmente, en cambio la derecha se alarga sobre la cabeza de «Jesús» en un gesto que casi parece de hostilidad, o lo que Serge Bramly, en su reciente biografía de Leonardo, describe como «evocación de los espolones de un águila».

Uriel apunta enfrente, al niño de María, pero la enigmática mirada se dirige hacia el observador, lo cual también es significativo puesto que se aparta de la Virgen y el niño. Lo más admisible y fácil sería interpretar el ademán y la postura como un señalamiento de cuál de ellos es el Mesías, pero hay otras posibles explicaciones.

¿Qué pasa si el niño que está con María en la versión del Louvre de la Virgen de las Rocas es Jesús, como parecería lo más lógico, y el otro, el que está con Uriel, es Juan? Recordemos que en ese caso, Juan bendice a Jesús y éste se somete a la autoridad de aquél. Uriel, en su función especial como protector de Juan, ni siquiera tiene por qué mirar a Jesús. Y María, mientras protege a su hijo, alza una mano amenazadora por encima de la cabeza del infante Juan.
Bastantes centímetros por debajo de esa palma extendida hallamos la de Uriel que señala; el uno con el otro, ambos gestos parecen abarcar alguna clave críptica. Como si Leonardo quisiera indicarnos un objeto, algo significativo, pero invisible, que debería estar en el espacio comprendido entre ambas. En ese contexto no creemos arbitrario sugerir que los dedos extendidos de María parecen estar colocando una corona sobre una cabeza invisible, mientras que el índice estirado de Uriel corta precisamente el espacio que correspondería al cuello. Esa cabeza virtual flota por encima del niño que está con Uriel... así que resulta identificado tan eficazmente como si lo hubiese etiquetado, en definitiva, porque, ¿cuál de los dos murió decapitado? Entonces, si ése representa en verdad a Juan el Bautista, él bendice a quien le es superior. 

Pero cuando nos dirigimos a la versión muy posterior de la National Gallery, resulta que aquí faltan todos los elementos que se necesitaban para establecer esas heréticas deducciones... y sólo ellos. Los dos niños son de aspecto bastante distinto, y el que está con María lleva la cruz larga que tradicionalmente se asocia con el Bautista (aunque bien es cierto que ese detalle pudo añadirlo otro pintor). Aquí la mano derecha de María también se extiende por encima del otro niño, pero esta vez sin sugerencia alguna de amenaza. Uriel no señala ni aparta la mirada de la escena. Todo sucede como si Leonardo nos invitase al juego de «busca las diferencias» y nos desafiase a sacar de esos detalles anómalos nuestras propias conclusiones.

Este tipo de escrutinio de las obras de Leonardo revela una plétora de segundas lecturas, provocativas e inquietantes. El tema de Juan el Bautista parece repetirse en muchos lugares, a menudo por medio de ingeniosos símbolos y señas subliminales. Y una y otra vez, él o las imágenes que le representan se sitúan por encima de la figura de Jesús: incluso en los símbolos astutamente incluidos en el Sudario de Turín, si no andamos equivocados.

Tiene un cierto carácter obsesivo esa insistencia de Leonardo, con el recurso a unas imágenes tan intrincadas, por no hablar de lo mucho que arriesgaba al presentar públicamente una herejía aunque que lo hiciese de una manera astuta y subliminal. Como hemos indicado antes, tal vez la razón de que dejase sin terminar tantas obras suyas no fue el perfeccionismo, como generalmente se cree, sino la conciencia de lo que podía pasarle si alguien supiera ver por debajo del tenue barniz de ortodoxia el contenido auténticamente «blasfemo» de lo que se estaba representando. Aunque fuese un titán en lo intelectual y en lo físico, quizá no tenía muchas ganas de atraer sobre sí la atención de las autoridades; con una sola experiencia tuvo más que suficiente. 

Obviamente, no le hacía ninguna falta poner su propia cabeza en el tajo introduciendo semejantes mensajes heréticos, en sus pinturas. Excepto si creyese apasionadamente en ellos. Como ya hemos visto, lejos de ser el ateo materialista que tanto gusta a muchos modernos, Leonardo fue un creyente profundo, sincero, sólo que su sistema de creencias era totalmente contrario a lo que entonces constituía y todavía hoy constituye la «línea general» del cristianismo. Era un seguidor de lo que hoy llamaríamos «lo oculto».

Esta palabra tiene hoy día, para muchos, connotaciones inmediatas y nada positivas. Se entiende que quiere decir magia negra, o frivolidades de unos charlatanes degenerados, o ambas cosas a la vez. En realidad la palabra «oculto» sólo significa lo que significa, como cuando los astrónomos hablan de la «ocultación» de un cuerpo celeste por otro, quedando aquél eclipsado.
En lo tocante a Leonardo se convendrá en que, si bien algunos elementos de su biografía y creencias tienen cierto relente a ritos siniestros y prácticas mágicas, lo que buscaba en realidad y por encima de todo era el conocimiento. Y muchas de las cosas que buscaba habían sido eficazmente «ocultadas» por la sociedad, y particularmente por una organización tan ubicua como poderosa. En casi todos los países europeos de la época, la Iglesia miraba con desconfianza cualquier género de experimentación científica, y no se conformaba con mirar, sino que empleaba medidas drásticas para silenciar a quienes se atreviesen a publicar opiniones no ortodoxas o meramente particulares.

En cambio Florencia, donde nació y se formó Leonardo, y en cuya corte principió realmente su carrera, era el centro floreciente de una nueva ola de conocimiento. Y esto, aunque parezca sorprendente, se debió por entero a haberse convertido la ciudad en refugio de muy numerosos ocultistas y magos. Los primeros mecenas de Leonardo, la familia de los Médicis, que eran entonces los amos de Florencia, fomentaban activamente los estudios ocultistas y pagaban a eruditos para que buscasen determinados manuscritos perdidos y, caso de ser encontrados, los tradujesen. 

La fascinación que sintieron los hombres del Renacimiento hacia lo arcano era bastante distinta de nuestra afición a los horóscopos de los periódicos. Aunque hubo áreas de investigación que hoy día, inevitablemente, nos parecerían ingenuidades o puras supersticiones, otras muchas supusieron serios intentos de entender el Universo y el lugar que el hombre ocupa en él.

Sin embargo, los magos pretendían ir un paso más allá, y descubrir maneras de controlar las fuerzas de la naturaleza. Desde este punto de vista tal vez no extrañará tanto que Leonardo, precisamente él, participase activamente en la cultura oculta de su época y situación. La distinguida historiadora Frances Yates llega al punto de sugerir que toda la clave del ambicioso genio de Leonardo podría hallarse en las nociones de la magia contemporánea.

En nuestro libro anterior hemos detallado las filosofías que predominaban por aquel entonces en el mundo ocultista de Florencia;13 resumiendo diremos aquí que los grupos de la época hacían gran caso de la hermética, cuyo nombre deriva de Hermes Trismegisto, gran mago egipcio, aunque probablemente legendario, cuyos libros ofrecían un sistema coherente de magia. Con mucho la parte más importante del pensamiento hermético era la idea de que el hombre es, en cierta manera, literalmente divino. Y ese concepto por sí solo resultaba tan peligroso para el dominio de la Iglesia sobre las mentes y los corazones de su grey, que necesariamente debía anatemizarlo.

En la vida y la obra de Leonardo ciertamente se encuentran numerosas demostraciones de principios herméticos. A primera vista, sin embargo, parece existir una flagrante contradicción entre profesar elaboradas ideas filosóficas y cosmológicas, y nociones heréticas, y seguir concediendo tanta importancia a los personajes bíblicos.
(Hay que subrayar que las creencias heterodoxas de Leonardo y su círculo no eran una mera reacción frente a una Iglesia crédula y corrupta. Como ha demostrado la Historia, contra la Iglesia de Roma existió en efecto una reacción fuerte, y nada clandestina, que fue la Reforma protestante. Pero si Leonardo viviera hoy nos parece que tampoco le encontraríamos militando en esa especie de Iglesia.)

Existen sin embargo muchas pruebas de que los herméticos podían ser verdaderos herejes. Un fanático representante del hermeticismo, Giordano Bruno (1548-1600), proclamó que sus creencias derivaban de una antigua religión egipcia anterior al cristianismo, y que eclipsaba a éste en importancia.  Una parte de ese mundo oculto floreciente —pero no tanto que pudiese atreverse, frente a la desaprobación de la Iglesia, a ser otra cosa sino un movimiento clandestino— eran los alquimistas. Una vez más, estamos ante un grupo víctima de un prejuicio moderno.
Hoy nos burlamos de ellos y los tenemos por unos locos que perdieron el tiempo en el vano intento de convertir los metales viles en oro; en realidad esa imagen era una pantalla útil para los alquimistas serios, más preocupados por la verdadera experimentación científica... y sobre todo, por la transformación personal y el consiguiente dominio total del propio destino. Una vez más, no es difícil creer que un hombre tan sediento de conocimiento como Leonardo pudo participar en ese movimiento y tal vez ser incluso uno de sus principales inspiradores.
Aunque no tenemos prueba directa de esa relación, sabemos que solía tratar con ocultistas fervientes de todas las tendencias, y nuestros propios estudios sobre la falsificación del Sudario de Turín sugieren vivamente que esta reproducción fue el resultado directo de sus propios experimentos «alquímicos» (o mejor dicho, hemos llegado a la conclusión de que el mismo arte de la fotografía fue, en tiempos, uno de los grandes secretos alquímicos). 

Para simplificar: es muy improbable que Leonardo desconociera ningún sistema de conocimiento de los disponibles en su tiempo, pero al mismo tiempo, y dados los riesgos que implicaba el participar públicamente en ellos, es igualmente improbable que hubiese consignado por escrito ninguna prueba de su participación. En cambio, y como hemos visto, los símbolos y las imágenes que utilizó con reiteración en sus obras supuestamente cristianas no es fácil que hubiesen merecido la aprobación de las autoridades eclesiásticas, si éstas hubieran llegado a sospechar la verdadera naturaleza de dichas obras.

Dicho esto, subsiste todavía que una fascinación por las ideas herméticas no se compadece, en apariencia al menos, con el género de preocupaciones que atribuyese una gran importancia a Juan el Bautista... y al significado putativo de la mujer «M». De hecho fue esta discrepancia lo que nos intrigó tanto que nos obligó a seguir profundizando en nuestra investigación. Por supuesto podría argumentarse que lo único que significa tanto dedo índice levantado es que un cierto genio del Renacimiento estuvo obsesionado por el personaje de Juan el Bautista. Pero ¿no era posible que existiera un significado más profundo tras la creencia personal del propio Leonardo? ¿Y si el mensaje que leemos en sus pinturas fuese de alguna manera realmente cierto?

Desde luego, en los círculos ocultistas se viene manteniendo desde hace bastante tiempo que el Maestro fue poseedor de un conocimiento secreto. Cuando empezamos a investigar su participación en lo del Sudario de Turín escuchamos en esos círculos muchos rumores en el sentido de que, en efecto, no sólo había intervenido en su creación, sino que además se sabía que había sido un mago de cierto renombre.
Existe incluso un cartel decimonónico que sirvió para anunciar el parisién Salon de la Rose + Croix (un centro de reunión para ocultistas de aficiones artísticas), y representa a Leonardo como Guardián del Santo Grial, lo cual se entiende, en esos círculos, como sinónimo de Guardián de los Misterios. También en este caso hay que reconocer que rumores más licencia artística no suman gran cosa en concepto de prueba, pero sumados a todas las demás indicaciones que hemos expuesto antes, ciertamente despertaron nuestra apetencia de saber más acerca del Leonardo desconocido.

De momento habíamos puesto al descubierto el motivo principal de la aparente obsesión de Leonardo, es decir, Juan el Bautista. Si bien era natural que recibiese encargos de pintar o esculpir a dicho santo de momento que vivía en Florencia, que como hemos dicho lo tenía por patrono, también es cierto que Leonardo eligió libremente aceptarlos. Y que el último retrato en que estaba trabajando antes de su fallecimiento en 1519 —no encargado por nadie, sino emprendido por motivos propios— era un Juan Bautista. A lo mejor era ésa la imagen que deseaba ver cuando se hallase en su lecho de muerte. E incluso cuando se le pagaba para que pintase una escena cristiana ortodoxa, él siempre que podía procuraba destacar el papel del Bautista en ella.

Como hemos visto, sus imágenes de Juan están sutilmente alteradas para transmitir un mensaje específico, por más que fuese captado de modo imperfecto y subliminal. Desde luego pinta a Juan como alguien importante, pero al fin y al cabo, fue el Precursor, heraldo y pariente carnal de Jesús, así que no dejaba de ser lógico que se le reconociese así su papel. Lo que no dice Leonardo es que el Bautista fuese inferior a Jesús como cualquier otro humano. En su Virgen de las Rocas, el ángel apunta a Juan, o así puede argumentarse, quien bendice a Jesús, y no lo contrario.
En la Adoración de los Magos, los personajes normales y de aspecto sano veneran las raíces del algarrobo, el árbol de Juan, no a los incoloros Virgen y Niño. Y el «gesto de Juan», el índice extendido de la mano derecha que se levanta frente al rostro de Jesús en la Última Cena, obviamente no es ningún ademán cariñoso ni solidario, sino que parece estar diciendo de una manera, por decirlo con suavidad, bastante amenazadora: «Acuérdate de Juan». Y esa otra obra de Leonardo, la más desconocida, el Sudario de Turín, contiene el mismo tipo de simbolismo, con la imagen de una cabeza supuestamente cortada puesta «encima» de un crucificado clásico. El testimonio abrumador de los indicios es que para Leonardo, al menos, Juan el Bautista era superior a Jesús.

A todo esto parecerá que Leonardo fue la voz que clama en el desierto. A fin de cuentas, muchos grandes genios han sido unos excéntricos, cuando menos. A lo mejor ése fue otro aspecto de su vida en que anduvo lejos del rebaño, de los convencionalismos de su época, solo e incomprendido. Pero nosotros también sabíamos, y ello desde el comienzo de nuestras averiguaciones (hacia finales del decenio de los ochenta), que recientemente habían aparecido pruebas, aunque de naturaleza muy controvertible, que le relacionaban con una sociedad secreta poderosa y siniestra.
Este grupo, que se afirma existió desde varios siglos antes que Leonardo, incluyó a varios de los individuos y las familias más influyentes de la Historia europea, y de acuerdo con algunas fuentes existe todavía. Se dice que entre los promotores de esa organización figuran no sólo miembros de la aristocracia, sino incluso algunas de las figuras más eminentes de la vida política y económica actual, que la mantienen viva en razón de sus propios objetivos particulares.

En nuestros comienzos tal vez habíamos acariciado la idea de una vida tranquila en las galerías de arte, dedicados a descifrar pinturas del Renacimiento. No podíamos andar más lejos de la realidad.

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